Es una paradoja humana tan vieja como el tiempo: todos anhelamos la verdad, la honestidad brutal y sin filtros de los demás, pero a la vez, cada uno de nosotros vive envuelto en un sofisticado y silencioso manto de mentiras, siendo la más persistente y dañina la que nos contamos a nosotros mismos. Exigimos una transparencia cristalina de nuestra pareja, de nuestros hijos, de nuestros colegas, mientras que en nuestro interior reside un experto ilusionista: nuestro propio autoengaño. Esta práctica, de pedir al otro lo que no nos damos, no es solo inútil, es una fuente constante de frustración y deuda emocional. Estamos en deuda con el mundo, sí, pero la deuda más grande es con nuestro propio ser.
Desde la niñez, sin darnos cuenta, absorbimos la cultura de la mentira como si fuera aire. ¿Cuántos recordamos la instrucción de nuestros padres: “Diles que no estoy” cuando el teléfono o el timbre sonaban? Este simple acto sembró la semilla de que la verdad es negociable, una herramienta para evitar la incomodidad. Peor aún, crecimos en hogares donde se nos enseñó a silenciar las realidades dolorosas: la crisis económica, las discusiones feroces, el maltrato, el divorcio inminente. A los hijos se les exige la verdad, “¿Quién rompió el florero?”, pero a menudo no se les permite hablar de la verdad incómoda de la convivencia familiar. Esta contradicción nos moldea, enseñándonos a exigir sinceridad como un derecho, mientras la practicamos como una opción.
Donde esta hipocresía se vuelve más dolorosa es en las relaciones íntimas y laborales. En pareja, la honestidad se convierte en la condición sine qua non del amor. “Si me mientes, no me amas”, decimos. Sin embargo, la persona que exige esta verdad absoluta muchas veces está siendo profundamente deshonesta consigo misma: niega sus verdaderos sentimientos por miedo al conflicto, esconde sus inseguridades bajo la alfombra de la perfección o simula una felicidad que no siente. Del mismo modo, nos endeudamos y gastamos para aparentar un estatus que no poseemos, firmando créditos que no podemos pagar, solo para mantener la fachada de éxito. Este es el autoengaño sistémico: vivir para la aprobación externa, no para la paz interna.
Pero, ¿qué sucede cuando la verdad, esa verdad que tanto pedimos, finalmente aparece? Pensemos en ese momento en el que, después de exigirle a alguien que sea “totalmente sincero”, el otro se sienta y lo hace. La reacción más común no es gratitud, sino incomodidad, enfado y huida. Nos levantamos de “la silla de la verdad” señalando al mensajero. “¡Eres cruel!”, “¡Qué exagerado!”, “¡Así no son las cosas!”. La verdad del otro confronta directamente la mentira que nos hemos contado sobre nosotros mismos, nuestra relación o nuestra situación. Nos incomoda porque la sinceridad ajena desmantela nuestro cómodo autoengaño. No estamos educados ni preparados para sostener ese peso, preferimos la ilusión agradable a la realidad hiriente.
El núcleo de este problema es un vacío personal. Estamos proyectando nuestras carencias en los demás. Le decimos a nuestra pareja: “Quiero que seas sincero”, pero el eco interno es: “Ojalá yo fuera sincera conmigo misma”. Le pedimos a un amigo lealtad, cuando tal vez somos desleales a nuestros propios sueños y valores. La única manera de romper este ciclo inútil es dejar de pedir y empezar a proveer. ¿Qué le exijo al otro? ¿Honestidad? ¿Lealtad? ¿Respeto? Bien, ese es el mapa de lo que debo comenzar a darme a mí mismo. Si me miento constantemente sobre lo que realmente quiero o siento, nunca podré tolerar la verdad de otra persona.
La catarsis de esta situación no viene al señalar al mentiroso de enfrente, sino al identificar al autoengañado que vive dentro. El trabajo es comprender por qué nos duele tanto que nos mientan, cuando nosotros mismos somos expertos en el arte de la auto-falsedad. Es un proceso de consciencia incómodo: ¿Por qué me miento sobre mi felicidad? ¿Por qué oculto mi dolor? Al responder estas preguntas, poco a poco nos ganamos el derecho a sentarnos en “la silla de la verdad”. Y cuando logramos ser honestos con nuestra propia sombra, el milagro sucede: dejamos de juzgar al otro.
Solo cuando se ha transitado el dolor de la propia honestidad, podemos mirar al otro no con exigencia, sino con compasión. Entendemos que su mentira, como la nuestra, es a menudo un mecanismo de defensa contra el miedo, el rechazo o el dolor. La verdad deja de ser un arma de control o una condición para amar, y se convierte en un acto de amor propio y de libertad. Deje de solicitar al otro lo que usted no se provee. Cierre el grifo del autoengaño. Cuando usted trabaje en ser genuino consigo mismo, la verdad del mundo dejará de ser una amenaza y se convertirá en un simple y tolerable hecho. Y en ese silencio, encontrará la paz.
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