En el fútbol colombiano todavía persiste una vieja superstición: la creencia de que el único idioma que respeta el jugador es el del grito, la amenaza o el golpe seco de la autoridad. Como si la obediencia naciera del miedo y no de la confianza. Como si el entrenador tuviera que levantar muros en vez de construir puentes.
Sin embargo, el juego nos recuerda algo elemental: el fútbol lo juegan seres humanos. No máquinas de correr, no soldados tácticos, no piezas anónimas de una estructura determinada. Hombres y mujeres que sienten, dudan, sufren y se ilusionan. Cuando un ser humano es tratado con desprecio, el talento se encoge; pero cuando es tratado con respeto, el talento de expande.
Hay quienes todavía quieren domesticar la creatividad como si fuera un animal peligroso. Quieren reducir el fútbol a una ecuación donde todo es medible, previsible, controlable. Donde la disciplina nace de la imposición y no del convencimiento. Es una suerte de esclavismo moderno: la idea de que el jugador solo sirve si obedece, y que lo distinto debe de reprimirse para no incomodar la estructura.
Pero el respeto no se impone, se gana. También se gana desde el conocimiento del juego. Desde el entrenador que inspira, que explica, que contagia. Desde el liderazgo que no oprime, sino que eleva. El futbolista acepta la exigencia cuando siente que es justa, cuando comprende que disciplina no es sometimiento, sino una herramienta para ser mejor. Ahí el rigor no hunde: acompaña.
Nuestro fútbol evolucionará el día en que entendamos algo simple y profundo: quienes lideran procesos de alto rendimiento trabajan con personas, no con estadísticas andantes. Si el futbolista es el protagonista principal del juego (porque sin él no hay nada) entonces su dignidad no puede ser negociable.
La época del coliseo romano terminó hace siglos. Hoy el futbolista ya no es gladiador: es artista. Cada partido es un escenario donde interpreta, improvisa y emociona a millones que viven el juego a través de él.
Si cuidamos al artista, el fútbol se vuelve arte. Si lo reducimos a opresión, el juego pierde poesía.
Y Colombia (país de talento instintivo, creativo, irreverente) no puede darse el lujo de quitarle la libertad a aquello que mejor nos representa.
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