Opinión

El Buen Entrenador de Fútbol

El fútbol moderno ha confundido los excesos con las virtudes: el que más habla, parece saber más, el que más gesticula parece entender más, el que más exige aparenta ser un líder genuino. Pero el fútbol es un viejo sabio que siempre termina equilibrando la balanza y nos recuerda que dirigir no es solo ordenar: es inspirar.

Un buen entrenador no es aquel al que los jugadores temen, sino aquel al que no quieren dejar de escuchar.

El indicador no está en el tiempo que dura la sesión de entrenamiento, sino en el deseo de continuar explorando asuntos del juego una vez dado el pitazo final que marca la terminación de las sesiones matutinas de trabajo. Cuando se hacen cortas las sesiones de entrenamiento, algo más profundo que una tarea se ha sembrado en la conciencia de los deportistas. Porque entrenar no consiste solo en llenar de platillos, petos y balones un campo; es despertar inquietudes en el alma.

El entrenador ideal no es un sargento que reclama resultados como si estos fueran propiedad privada. Sabe que el marcador es rebelde: hijo del azar, de la emoción, del viento, de la impresión, de la genialidad inesperada. Exigir victorias es desconocer la naturaleza del juego. Lo que sí debe de requerirse, sin atajo, ni excusa, son los valores: compromiso, lealtad, pasión y un esfuerzo que roce lo in negociable.

El resultado pertenece al fútbol, la actitud a los deportistas y el compromiso al equipo.

Un buen entrenador no eleva su ego sobre el escudo. Comprende que la grandeza no está en ser protagonista, sino en ser servidor: en crear condiciones para que los demás brillen. El entrenador humilde descubre antes que nadie el límite de su poder: No juega. Él diseña, acompaña, sostiene, enseña a hacer. Los jugadores hacen, resuelven, materializan.

Quien cree que se gana solo con la táctica o la estrategia ha entendido poco del deporte y aún menos de la vida.

Competir tampoco es correr sin destino, ni chocar por inercia, ni fingir valentía en forma de ruido. Competir es interpretar cada partido en su dimensión interna: saber cuándo pensar y cuándo acelerar, cuándo jugar simple y cuándo asumir riesgos, cuándo sufrir y cuándo disfrutar, cuándo sostener un resultado y cuándo revelarse contra él.

Competir es sinónimo de inteligencia emocional en movimiento.

En este oficio la información abunda, pero el conocimiento escasea. El entrenador moderno cada vez recibe más datos sobre el juego, pero para que éstos sean útiles, deben de convertirse en sabiduría y ese proceso, que molesta a los impacientes, requiere tiempo, humildad y práctica. Porque no todo el que lee entiende, ni todo el que habla sabe, ni todo el que observa ve.

Hay un detalle definitivo: un mensaje que no llega, no existe. El entrenador no es un genio encerrado en su pizarra, sino un mensajero del juego. Su tarea no es brillar, sino hacer brillar. No hace los goles, pero si los provoca, no ejecuta planes, pero provoca entendimiento.

Entrenar no es controlar jugadores, sino liberarlos para que hagan lo que saben hacer mejor que cualquiera: jugar.

En tiempos donde algunos confunden autoridad con arrogancia y disciplina con castigo, vale recordar que el fútbol (ese espejo imperfecto de la vida) pertenece a los valientes que enseñan, no a los temerosos que imponen.

Un buen entrenador no construye obediencia. Construye conciencia.

Y cuando logra que el equipo juegue como piensa, y piensa como siente, deja de ser simplemente un entrenador y se  convierte en lo que el fútbol más necesita: maestros.

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