Opinión

Rescatando a Hemingway

“Quiero escribir una columna sobre Hemingway…” -le dije el otro día a mi novia mientras alistábamos al perro para salir de paseo- “…pero primero quiero leer algo más de él”. Su figura, aunque épica, nunca me había generado especial interés y, por ello, mi único acercamiento hasta entonces había sido aquella tarde en que saliendo de mi universidad pasé por la librería de siempre y me enamoré a primera vista de la portada vintage de la edición de bolsillo de “Por Quién Doblan Las Campanas”: tres antiguos aviones de combate que bajaban en picado diagonal con la estética característica de la propaganda de la Segunda Guerra Mundial.

Tras las demoras inherentes a la economía de estudiante de provincia, reuní las monedas suficientes para comprarlo y, entonces, durmió el sueño de los justos en mi estantería hasta que, años después, le llegó el turno de ser leído. Durante varias semanas, acompañé mis solitarios almuerzos en la firma de abogados con las aventuras de Robert Jordan y su infatigable travesía de 600 páginas por volar un puente. Para cuando llegué a la última línea había dos aspectos sobre Hemingway que, de manera constante, vagarían dando vueltas en mi cabeza: su devoción hacia España y la particularidad de ser uno de los poquísimos autores que ha ganado el Premio Nobel de Literatura relatando historias que ocurren en tierras muy lejanas a la suya propia.

Lo segundo es un mero dato curioso que seguramente hará las delicias en algún jueves de trivia de un bar cualquiera de Morningside Heights, mientras que lo primero es la más grande historia de amor correspondido entre una ciudad y su hijo adoptivo, un escritor forastero que desde la clandestinidad de sus avenidas ascendió al Olimpo literario gracias a la casticidad madrileña que permeó sus letras.

Y es que gracias a la prolífica y envidiable producción literaria de España, las calles de Madrid conservan el legado de tantos grandes que la retrataron para siempre jamás en sus páginas, como Pérez Galdós, García Lorca y hasta el inmortal Cervantes, pero es solo el efímero aroma de Hemingway el que se puede rastrear caminando por la cosmopolita Gran Vía, como hicimos esa misma tarde: el restaurante Sobrino de Botín, el parque de El Retiro, el Hotel Palace, el Jardín Botánico, la plaza de toros de Las Ventas, el Museo del Prado y tantos otros espacios que frecuentó para luego convertirlos en ficción.

Volviendo exhaustos de aquel paseo literario, una torre de papel en la acera, lista para ser recogida por el camión de la basura, llamó mi atención. La olisqueamos con mi perro y tras separar varias revistas obsoletas, desenterramos una edición intacta de “Adiós a las Armas” impresa por Plaza & Janés hace casi 60 años. Mire a mi novia buscando clemencia y tras sonreírme respondió “Venga, llévatelo”. Ella, como yo, entendía que rescatar aquel tesoro era una obligación del alma, pues ese libro tal vez fuera un beneplácito encriptado de Hemingway desde el más allá motivándome para, algún día, escribir la columna sobre él que tanto quiero escribir.


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Minuto30.com

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