Opinión

La literatura como terapia

Solo con poner un pie en el lobby del museo del 11-S en Nueva York, ya se percibe una atmósfera sacramental que no hace más que acentuarse conforme sus visitantes descienden hasta las entrañas de la exhibición. Sin duda alguna, aquel profundo mausoleo, enclavado en la Greenwich St. y surcado por colosales vigas de chamuscado metal retorcido, es el lugar más respetado de todo Estados Unidos. Es el mejor intento de un todavía conmocionado pueblo norteamericano por procesar lo sucedido aquella turbia mañana de martes.

El museo tiene de todo, desde polvorientos objetos personales fungiendo como testigos espectrales que narran en silencio lo que presenciaron, hasta reproducciones de las llamadas de auxilio a los cuerpos de rescate, pasando por extractos de películas que sucumbieron ante la espectacularidad arquitectónica de las Torres Gemelas y rezagos de las escaleras de emergencia por las que tantas siluetas anónimas lograron escapar del horror y tantas otras no. Pero, curiosamente, en la inmensidad subterránea de los diez mil metros cuadrados de dolor y lágrimas que conforman este homenaje a las fatídicas víctimas del extremismo no hay un solo libro y es que, aunque tiene un muro entero dedicado a portadas alusivas de The New Yorker, no existe ninguna referencia a novelizaciones del atentado y eso es algo muy revelador.

Todos los países, en mayor o menor medida, albergan en sus almas las cicatrices de las tragedias que les ha tocado vivir. Guerras, terrorismo, desastres naturales, enfermedades, diversos padecimientos para los que su gente, con el tiempo, va encontrando paliativos en el mismo tratamiento: destilar aquella pena colectiva en las plumas de sus escritores, confiando en que ellos logren conjugar una prosa que, aunque triste y desgarradora, constituya una parte esencial de su proceso nacional de sanación. Y la novela, como una ilimitada herramienta de ficción donde las fronteras de la realidad pueden moldearse a voluntad, es el vehículo perfecto para hacer las paces con los demonios del pasado.

El que veinte años después no exista un abundante material literario que asimile en el papel la caída de las Torres Gemelas, como sí sucede con las Guerras Mundiales e, incluso, la Guerra Fría, es tal vez el mejor indicador de la magnitud traumatizante de este episodio y nos desvela que, aunque Estados Unidos parece haber conseguido seguir adelante, la herida sigue muy abierta, tanto que todavía no están listos para escribir sobre ello. Aunque algunos colosos del norte como Don DeLillo con El Hombre del Salto, Paul Auster con Un Hombre en la Oscuridad y Philip Roth con Sale el Espectro y Elegía hicieron valientes esfuerzos por romper este mutismo, la verdad es que la gran novela sobre el 11 de septiembre aún está por escribirse.

Este es el largo procedimiento al que tendrá que someterse Estados Unidos cuando llegue el momento y se sienta preparado, no importa cuántos aniversarios le tome, pues la literatura como terapia más que un capricho que busca la inmortalidad es una necesidad psicológica de los pueblos para exorcizar sus fantasmas y conseguir pasar página encerrándolos en ellas.


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Minuto30.com

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