Opinión

El Gobierno Petro, una “oportunidad histórica” repleta de corrupción

Colombia llega a 2026 con una sensación difícil de disimular: el proyecto político que prometía una transformación histórica terminó atrapado en su propia incapacidad de ejecución. El gobierno de Gustavo Petro no fracasa por falta de ideas ni por ausencia de discurso, sino por algo más grave en política: la imposibilidad de convertir la ambición en resultados concretos. El balance final deja más ruido que reformas, más polarización que consensos y más desgaste que avances estructurales.

Uno de los desaciertos centrales de esta administración ha sido confundir legitimidad electoral con gobernabilidad. Petro ganó con un mandato claro de cambio, pero gobernar implica negociar, ceder y ajustar. Sus reformas estructurales —salud, laboral y pensional— fueron presentadas con una carga ideológica fuerte, escasa pedagogía pública y deficiencias técnicas señaladas incluso por sectores afines. El choque con el Congreso fue constante y, lejos de corregir el rumbo, el Ejecutivo optó por la confrontación. El resultado fue previsible: reformas hundidas, mutiladas o aplazadas indefinidamente, y un gobierno que terminó culpando al “establecimiento” de errores propios.

La política de “Paz Total” se convirtió en el símbolo más claro de esa distancia entre discurso y realidad. Planteada como una estrategia integral para cerrar el conflicto armado, terminó diluyéndose en múltiples diálogos simultáneos sin hoja de ruta clara ni mecanismos eficaces de control. Mientras el gobierno hablaba de ceses al fuego y acuerdos, en amplias zonas del país persistieron el control territorial de grupos armados, el reclutamiento forzado y el desplazamiento. La ausencia de una política de seguridad coherente, capaz de proteger a la población mientras se negocia, dejó a muchas comunidades atrapadas entre la retórica de paz y la violencia cotidiana.

A esto se sumó un viraje en la política antidrogas que redujo la erradicación forzada sin que existiera una sustitución efectiva y sostenible. En la práctica, los cultivos ilícitos y la capacidad de producción de cocaína aumentaron, fortaleciendo economías criminales que financian a los mismos grupos con los que el Estado intentaba negociar. La contradicción fue evidente: se hablaba de desescalar el conflicto mientras se debilitaban herramientas clave de control territorial.

En el plano económico, el gobierno tampoco logró generar confianza. La narrativa hostil hacia el sector privado, la incertidumbre en torno a la transición energética y los mensajes contradictorios sobre política fiscal afectaron la inversión y el crecimiento. Aunque no se produjo un colapso económico, el país perdió dinamismo y previsibilidad. Los mercados reaccionaron con cautela, la deuda se encareció y el margen fiscal se redujo, limitando la capacidad real del Estado para financiar los cambios sociales prometidos.

La gestión interna del gobierno agravó ese panorama. La rotación constante de ministros, las peleas públicas entre funcionarios y la falta de coordinación enviaron una señal de improvisación permanente. Petro privilegió la afinidad política sobre la experiencia técnica en varios nombramientos, y cuando los resultados no llegaron, respondió con cambios tardíos que no corrigieron los problemas estructurales. Un Estado no se transforma desde el caos administrativo.

En política exterior, el presidente optó por un estilo personalista y confrontacional que generó tensiones innecesarias con aliados estratégicos. Declaraciones impulsivas y choques diplomáticos debilitaron la imagen internacional del país y pusieron en riesgo espacios de cooperación fundamentales en seguridad y lucha contra el narcotráfico. Colombia no perdió relevancia global, pero sí perdió prudencia y consistencia.

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Todo esto se reflejó en la opinión pública. A lo largo de 2025 y 2026, la desaprobación del gobierno se mantuvo en niveles altos, superando con frecuencia la mitad de la población. El desgaste no fue solo político, sino emocional: incluso sectores que apoyaron a Petro comenzaron a expresar frustración ante la distancia entre lo prometido y lo ejecutado. La narrativa del cambio terminó agotada por su propia incapacidad de materializarse.

Quizás el error más profundo del presidente fue su estilo de liderazgo. En lugar de ampliar su base y gobernar para una mayoría diversa, Petro optó por una lógica de trincheras. Cada crítica fue interpretada como un ataque, cada obstáculo como una conspiración. Ese enfoque puede sostener la lealtad de los convencidos, pero erosiona la democracia y debilita las instituciones. Un presidente no puede gobernar permanentemente en campaña.

El gobierno de Gustavo Petro será recordado como una oportunidad histórica mal administrada. No por haber intentado cambiar el país, sino por haber creído que el discurso bastaba para hacerlo. En 2026, el balance es claro: más expectativas frustradas que transformaciones reales. El cambio prometido se convirtió en un espejismo, y el costo lo paga un país que sigue esperando soluciones donde solo recibió consignas.

@JuanDaEscobarC

Publicado por:
Minuto30.com

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