Opinión

Cuando corregir nos cuesta la vida

Vivimos en la era de la susceptibilidad explosiva, donde señalar un error o recordar un deber cívico se ha convertido en un acto de heroísmo, o peor aún, en una provocación que puede costarnos la integridad. Es un fenómeno grotesco y absolutamente inaceptable: el infractor, el que comete la falta, ya no pide disculpas; ahora es él quien se ofende, se enfurece y amenaza al ciudadano decente que solo intenta mantener el orden. Hemos invertido la lógica más elemental de la convivencia. La sana crítica, el llamado de atención, e incluso un simple reproche, se han transformado en detonantes de una furia desmedida que carcome el tejido social.

El caso del taxista que apuñaló a un peatón en Medellín por reclamarle que se pasara un semáforo en rojo es el espejo más oscuro de esta patología social. Lo que debería haber sido un simple gesto de disculpa por una imprudencia que pudo haber causado una tragedia, se transformó en un intento de homicidio. Un ciudadano de a pie, actuando con rectitud, se vio enfrentado a un cuchillo por el simple hecho de señalar lo obvio: que las normas de tránsito salvan vidas. Esta violencia desmedida no es una anécdota aislada; es el síntoma de que la mecha de la intolerancia está más corta que nunca.

Pero la barbarie no solo viaja en vehículos. Se sienta a nuestro lado, o peor aún, vive en el apartamento de al lado. ¿Quién no ha sentido la impotencia hirviente ante el vecino que decide que su bafle puede sonar a alto volumen durante 48 horas seguidas, ignorando el derecho al descanso de todo el vecindario? Se le llama la atención, y la respuesta es un airado y soberbio: “estoy en mi casa y hago lo que me da la gana”. Es la falacia de la libertad mal entendida, una que cree que los derechos propios se extienden hasta la nariz del otro, justificando el caos bajo la bandera de la impunidad personal.

El desorden cívico se manifiesta en cada esquina y en cada fila. Es el que se cuela en una fila y al ser increpado se enoja y lanza una mirada de desprecio, o el conductor que se parquea bloqueando un acceso y se ofende si le pitan. Incluso en la simple interacción vial, como la que vivimos muchos al ir en bicicleta, donde un gesto de desaprobación por una imprudencia en un semáforo en rojo es recibido con gesticulaciones o insultos amenazantes por parte del infractor. En esta lógica perversa, parece que le quedáramos debiendo una disculpa a quien nos pone en riesgo o nos irrespeta.
La raíz de nuestra profunda indignación reside en esa inversión de los roles. El dueño del perro que no recoge los excrementos, o el que saca la basura a destiempo, en lugar de aceptar la falta, insulta y degrada: “metido”, “bobo HP”. Es el cumplimiento exacto de la frase de nuestros abuelos: los pájaros tirándole a las escopetas. El ciudadano que intenta mantener el orden se convierte en el “entrometido” y el infractor se eleva a la categoría de víctima. Es un guion absurdo y peligroso que, por miedo, estamos permitiendo que se ejecute a diario.

Las consecuencias de esta problemática de susceptibilidad e irritabilidad son espeluznantes. Las cifras oficiales nos gritan la tragedia: más de 2.000 homicidios por intolerancia en Colombia este año. En Medellín, la problemática es tan grave que los asesinatos por intolerancia han superado a los cometidos en medio de hurtos. Se mata por el cierre brusco de una puerta o por una deuda irrisoria de mil pesos. Esto no es crimen, es la descomposición del alma y una demostración macabra de que hemos normalizado la reacción violenta ante el roce más mínimo de la convivencia.

Nuestro rechazo debe ser absoluto y colectivo. Es urgente ponerle un freno a esta cultura del “yo hago lo que quiero y no me dices nada”, que nos está desangrando. El derecho a la convivencia pacífica no puede ser coartado por el miedo a una puñalada o un insulto. Exijamos y practiquemos el derecho básico a la corrección cívica sin que eso signifique poner en riesgo nuestra integridad.

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