De todas partes me llega el recordatorio del poeta Juan Ramón Jiménez, sin duda, una dicha para mí. Los amigos inteligentes y sensibles (como Dicken Fernando Panesso Serna, esa calidad de gobernador que tuvimos los antioqueños entre 1987 y 1988, período en el cual capoteó con éxito una de las etapas más tormentosas de Antioquia y de Colombia, por cuenta de la violencia del narcotráfico), entienden que este bardo es luz que no se apaga en el mundo, y menos en el corazón de quienes gozamos de su creación y de su poética desde muy temprana edad. Y es que la urgencia de los buenos amigos está plenamente justificada, si recordamos que Juan Ramón Jiménez falleció el 29 de mayo de 1958, en San Juan de Puerto Rico; es decir, hace apenas 64 años. Muy poco para la grandeza de su obra. Moguer, España, lo vio nacer, el 24 de diciembre de 1881.

La poesía de Juan Ramón Jiménez, está inscrita dentro de ese espacio sagrado donde poco o nada se atreve uno a tocar. Y es que cuanto mejor es la poesía, menos admite cualquier tipo de comentario o intervención (aunque los criticones pretendan saber a ciencia cierta, qué dijo, cuándo lo dijo, cómo lo dijo y por qué lo dijo el poeta). La poesía, en las pocas ocasiones en que es realmente valiosa, no resiste análisis (a menos que sea el del bisturí académico del pretencioso, que no falta). Como decía mi amigo (q.e.p.d) Mario Escobar Velásquez, refiriéndose al buen cuento: cualquier cosa que se le quiera añadir, sobra y malea.

Desde mis tiempos de niño, cuando las duras rodillas de la abuela eran igual de firmes como las de mi madre, para soportarme, gozaba de Platero y yo, mientras mi imaginación volaba hacia un burrito de no más de 70 centímetros de altura, que tenía el abuelo para gozo de sus nietos, con su pelaje blando, sus orejas apuntando hacia adelante y su crinera descansando en la frente.

Su creación, enmarcada en el Modernismo y poesía pura, le valió el que ganara el Premio Nobel de Literatura en 1956, por el conjunto de su obra, entre la que destaca la ya citada obra lírica en prosa, Platero y yo. Poesía pura, para Juan Ramón, no es sino “poesía libre, poesía dominadora, envolvedora, asimiladora, escondedora de su forma. La pureza en poesía nada tiene que ver con la ciencia, con la cárcel, con el arte ni (…) con la castidad”.

En su poema, Octubre, nos descubre su esencia poética, transformada de barbecho a tierra culta; es una esencia pura, es su amor al campo, a lo elemental, a lo dulce:

“Estaba echado yo en la tierra, enfrente
el infinito campo de Castilla,
que el otoño envolvía en la amarilla
dulzura de su claro sol poniente.

Lento, el arado, paralelamente
abría el haza oscura, y la sencilla
mano abierta dejaba la semilla
en su entraña partida honradamente.

Pensé en arrancarme el corazón y echarlo,
pleno de su sentir alto y profundo,
el ancho surco del terruño tierno,
a ver si con partirlo y con sembrarlo,

la primavera le mostraba al mundo
el árbol puro del amor eterno.

Es claro que, igual como sucedió a los grandes escritores del mundo, gentes y espacios de su infancia salpican la totalidad de su obra, poblando, a partir de los recuerdos, un universo mágico transfigurado por el milagro de la poesía en estampas maravillosas, en las que Juan Ramón aparece siempre como un niño presumiblemente feliz: “mi madre solía decir que, de niño, yo estaba siempre riéndome; que tenía una risa alegre, ancha, luminosa, agradable, que se contagiaba”.

Como Borges (y para todos aquellos que padecen el bicho de la literatura), el descubrimiento de la biblioteca del Ateneo, fue para Juan Ramón Jiménez, una fantasía. “Pasa las horas en sus salas y en las de la Biblioteca de la Sociedad de escritores y artistas. Ambos centros le sirven al futuro poeta de provinciano enlace con las letras del mundo. En sus salas puede acceder a la prensa del momento, lo que le sirve para alimentar su ya emergente pasión por la poesía. Conoce a Rosalía de Castro, a Curros Enríquez, a Verdaguer, a Vicente Medina y sobre todo a Bécquer. Y allí, también, escribe sus primeros poemas, empezando a enviar textos a los periódicos sevillanos, cordobeses, etc.”.

Luego empieza a gozar de su fama y de su genio, y llega la vida diplomática y los viajes. En Puerto Rico le llegó la triste noticia de la muerte de Lorca, lo que le arranca a Juan Ramón un sentido lamento: “Teníamos una juventud en todas las disciplinas…, que se pierde entre la destrucción de la guerra…”. Luego vino el viaje a Cuba y después su regreso a San Juan de Puerto Rico, donde lo sorprendió la muerte, no antes sin escribir El viaje definitivo, su doloroso y bello poema de despedida de la vida y de su estancia:

Y yo me iré. Y se quedarán los pájaros
cantando.
Y se quedará mi huerto con su verde árbol,
y con su pozo blanco.

Todas las tardes el cielo será azul y plácido,
y tocarán, como esta tarde están tocando,
las campanas del campanario.

Se morirán aquellos que me amaron
y el pueblo se hará nuevo cada año;
y lejos del bullicio distinto, sordo, raro
del domingo cerrado,
del coche de las cinco, de las siestas del baño,
en el rincón secreto de mi huerto florido y encalado,
mi espíritu errará, nostálgico…

Y yo me iré, y seré otro, sin hogar, sin árbol
verde, sin pozo blanco,
sin cielo azul y plácido…
Y se quedarán los pájaros cantando.

Espero que a mis amigos, que con tanta generosidad me compartieron notas de mi inolvidable Juan Ramón Jiménez, les gusten estas, un corto esbozo de un poeta español, que para mí, es luz que no se apaga.

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Redacción Minuto30

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