De todas las posibilidades que le están reservadas a la existencia humana, pocas tan ciertas como la enfermedad. Nada, se dice, está garantizado… salvo ciertas excepciones, entre las cuales se encuentra caer enfermos.

Tarde o temprano nuestro cuerpo sucumbe al embate de la enfermedad, sea porque esta se incuba silenciosa e inadvertidamente desde el interior, sea porque, como es quizá más común, algo del mundo exterior lo invade, lo perturba, lo ataca, lo vuelve una presa inerme de una amenaza insospechada. Accidentes, malformaciones, deficiencias, enfermedades congénitas y otras adquiridas, infecciones, contagios amorosos, intoxicaciones… las causas y los rostros de la enfermedad son muchos y muy variados, pero su destino o su propósito es uno solo: evidenciar la vulnerabilidad del cuerpo y, más aún, la vulnerabilidad de la vida en sí, la fragilidad que implica estar vivos, la facilidad con que podemos pasar de “estar bien”, estar enteros, hacerlo todo con vigor y entusiasmo, a un estado de debilidad y precariedad en el que, según sea el caso, podemos sentir que no tenemos ni energía ni ganas ni para mover un dedo, ese estado en el que duele respirar, duele moverse, duele amar,duele pensar y duele estar vivos, pues inesperadamente eso nos hace sentir la enfermedad: el significado más crudo, más palpable, de estar con vida.

Esta pandemia me ha recordado que no valemos nunca tanto como cuando estamos enfermos. ¿Que enfermo, en efecto, anhela la avaricia o la ambición? El poder o la riqueza? La belleza y la soberbia? No es esclavo de sus amoríos, no apetece los honores, se despreocupa de las riquezas, se contenta con lo que tiene, por poco que sea, sabiendo que todo lo va a perder.

Entonces nos acordamos de los dioses, recordamos que somos mortales,no se envidia a nadie, a nadie se admira ( excepto a los médicos ) a nadie se desprecia, y ni siquiera se se alimenta de las conversaciones maliciosas: tan sólo se sueña con recuperar la salud.

Y es que la enfermedad es la suma de las pesadumbres , la suma de las plegarias, la suma de los miedos y la suma de las incertidumbres y en caso de que se pueda liberar de la enfermedad, la vida tendrá que ser en el futuro dulce y sosegada, es decir, inocente y feliz.

Puedo, concluir que no se requiere tratados de filosofía y psicología para que continuemos siendo, cuando estamos sanos, tal como declaramos que seremos cuando estamos enfermos.

Esta postura puede ser estoica y en buena medida edificante. La enfermedad es una especie de “maestra” que, entre otras lecciones, nos invita a aprender sobre humildad y, sobre la vulnerabilidad del ser humano.

Quizá si viviéramos cotidianamente en ese estado de indefensión al que nos lleva y nos enfrenta la enfermedad, valoraríamos mejor y en su justa medida todo: lo importante en vez de lo bizantino,lo prescindible en vez de lo imprescindible, lo humano en vez de lo inhumano,la misericordia en vez de la crueldad , la justicia en vez de la inequidad,la humildad en vez de la soberbia, el amor en vez del odio y querer tener siempre presente en nuestra existencia aquello sin lo cual no podemos continuar,no podemos vivir.

La enfermedad, parece que pone todo en su lugar, y nos hace mirar con mejores ojos los pequeños y los grandes elementos de los que está hecha la vida.

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Redacción Minuto30

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