Opinión

El ELN y el Estado ausente

El día de hoy la guerrilla del ELN, que atenta abiertamente contra las instituciones y la Fuerza Pública, está anunciando una nueva fase: trasladar el conflicto a los centros urbanos, escalar la presión mediante amenazas a las principales ciudades —incluida la capital— y convertir a la población civil en rehén político. Ese es el escenario que busca construir: un Estado paralizado, una ciudadanía intimidada y un gobierno forzado a negociar desde la debilidad.

Pero no bastó el paro armado, justificado supuestamente por decisiones del presidente Donald Trump. Ahora, con el uso de tecnología avanzada, drones y explosivos, el ELN atacó la base militar No. 27, adscrita al Batallón de Infantería No. 14, en Aguachica (Cesar), ocasionando la muerte de siete militares —seis soldados profesionales y uno regular— y dejando heridas a 37 personas más.

El Ejército de Liberación Nacional (ELN) nació formalmente en 1964, inspirado en la Revolución Cubana y en el marxismo-leninismo, con una fuerte impronta guevarista y antiimperialista. Su núcleo fundador estuvo encabezado por los hermanos Fabio, Manuel y Antonio Vásquez Castaño, jóvenes santandereanos influidos por la militancia estudiantil de izquierda y por su paso por Cuba.

El 7 de enero de 1965, el ELN se dio a conocer públicamente con la toma de Simacota (Santander), acción simbólica que marcó su aparición armada y la lectura de su primer manifiesto político. A diferencia de las FARC, el ELN combinó desde el inicio la lucha armada con una fuerte carga ideológica, ética y revolucionaria, a la que más tarde se sumó el componente cristiano-revolucionario con la llegada de sacerdotes como Camilo Torres Restrepo.

Los Vásquez Castaño fueron determinantes en la estructura inicial, la línea política y la estrategia insurreccional del grupo, aunque la organización sufriría pronto duros golpes militares y profundas crisis internas que marcarían su evolución posterior.

Desde hace más de tres décadas, los procesos de negociación con el ELN han sido una cadena de mesas inconclusas y fracasos reiterados. Tlaxcala, Maguncia, La Habana, Quito y otros intentos terminaron siempre del mismo modo: el ELN levantándose de la mesa sin acuerdos, sin desmovilización y sin abandonar jamás su naturaleza terrorista. Ninguno produjo paz. Todos produjeron algo mucho más útil para esa organización: tiempo, oxígeno político y margen de maniobra militar.

Esa experiencia histórica es clara, consistente y ampliamente documentada. Aún así el país volvió a repetir el error bajo la etiqueta de la llamada “Paz Total”. No se trató de una equivocación ingenua, sino de la insistencia consciente en una fórmula fracasada: otorgar estatus político a un grupo armado que nunca ha tenido voluntad real de negociación, suspender la acción del Estado y apostar, una vez más, por la supuesta buena fe de quienes han hecho del secuestro, la extorsión y el terror su método estructural.

 

Frente a este panorama no hay espacio para nuevas ilusiones. Al ELN no se le enfrenta con comunicados ni con mesas simbólicas, sino con la recuperación plena de la autoridad del Estado. Ello implica restablecer sin ambigüedades el monopolio legítimo de la fuerza, reactivar la acción sostenida de la Fuerza Pública, cortar sus fuentes de financiación, ejercer control territorial efectivo y desmontar cualquier forma de legitimación política del terrorismo. Implica, además, coherencia institucional y un respaldo político claro a quienes tienen la obligación constitucional de garantizar la seguridad.

Colombia no necesita reinventar fórmulas: la historia ya demostró qué no funciona. Persistir en procesos inconclusos solo prolonga el conflicto y fortalece al victimario. La única vía para contrarrestar al ELN es abandonar la ficción de la negociación permanente y asumir, con decisión y responsabilidad, la defensa del orden constitucional y de la ciudadanía. Cualquier otro camino no es paz: es rendición diferida.

Ese vacío de autoridad se refleja incluso en los mensajes cotidianos del Estado. Basta observar las recomendaciones del Invías en temporada decembrina: “evitar desplazamientos innecesarios”, “mantenerse informado por canales oficiales”. Bajo la apariencia de advertencias neutras de seguridad, el Estado traslada al ciudadano la carga de una crisis que no controla. No hay una medida concreta, ni un plan verificable, ni una explicación mínima de riesgos específicos. Hay, en cambio, una invitación tácita al encierro preventivo y a la aceptación acrítica de la versión oficial.

En una democracia funcional, las autoridades garantizan la movilidad y la seguridad; no sugieren suspender la vida cotidiana como mecanismo de autoprotección. Cuando el mensaje institucional se limita a pedir que la gente “no salga” y “no cuestione”, lo que aflora no es prudencia, sino incapacidad: incapacidad para garantizar el orden público y, peor aún, para asumir la responsabilidad política de hacerlo.

Queda claro que Gustavo Petro bajo su gobierno, no está cumpliendo su obligación constitucional fundamental: proteger a los ciudadanos

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Minuto30.com

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