Si algo caracteriza a la sociedad del siglo XXI es la vanidad de mujeres y hombres y la soberbia de unos y otras. Es la vanidad un pecado mortal que hace de quien la padece un ser engreído, prepotente, sin mucho en su interior, que provoca un ego tan inflado que se suele exhibir con desvergüenza. El vanidoso muestra su exterior y su apariencia como sus máximos logros, se conocen fácilmente por sus acciones, quiere lucir como el pavo real sus plumas, sus penachos, sus medallas con mucha ostentación.

El vanidoso vive esencialmente de la apariencia, del que dirán, de qué piensa el vecino de mí. Por manera que quienes en estos tiempos muestran sus mejores fachas y se mofan de asistir a grandes galas en instagram y sus páginas de internet son unos vulgares vanidosos. Son como los corozos: vanos, nada de sustancia y contenido por dentro.

Generalmente se les encuentra en los altos cargos, pero los vanidosos más irritantes suelen estar, como burócratas adocenados y pinchados, en los puestos medios en la administración pública. Es vanidoso el empleado de pacotilla que, para sentirse importante e imprescindible, quiere hacer valer su autoridad, o mejor su autoritarismo, ante el desvalido hombre de a pie que concurre a una oficina pública para solucionar un asunto administrativo o judicial.

El vanidoso tiene hambre de reconocimiento, sed de ser el centro de atracción, sentimiento agudo y desmedido porque otros le rindan pleitesía. Son megalómanos y enamorados de su figura, de su personalidad que no de su individualidad.

Son fáciles de reconocer los vanidosos por su alta dosis de competitividad, de allí que abundan en las gestas electorales y tienen tendencia a amar desaforadamente el poder. Los hay que habiendo llegado a las altas cumbres del poder, aún en su vejez tienden a ejercer la política cuando lo que deberían es dedicarse a gozar la bella etapa otoñal de la vida a través de la contemplación, la lectura, los viajes y la escritura.

Entre los nuestros existen algunos que se creen imprescindibles y se creen oráculos, incluso aspiran a ser reconocidos después de muertos. Expresidentes abundan que no se resignan a que se les llame como tales, sino que aspiran a perpetuar su calidad de mandatarios, esto es muy propio de las republiquetas latinoamericanas.

La soberbia y la vanidad que son siameses no son solamente propias de políticos, también existen científicos, maestros, periodistas que presumen de ser requeridos por las masas.

Belisario Betancur Cuartas fue de los pocos, sino el único gobernante, que supo guardar distancia con la actividad política una vez dejó el cargo de presidente. No ha tenido en Colombia muchos émulos que sigan su misma inteligente posición. Burócratas, servidores públicos y periodistas hay que se quieren atornillar a perpetuidad o vitaliciamente a sus oficios. Algunos ricos y poderosos, con mucha influencia no se resisten a vivir en el ostracismo.

Juan Gossaín es también la excepción de los comunicadores que se creen irremplazables y tuvo la genial idea de retirarse de los medios, radicarse en la colonial Cartagena a saborear su soledad y su entorno familiar.

La soberbia y la vanidad, malas consejeras, hacen que el engreído funcionario crea que el importante es él y no el cargo. Una vez que cesa la función o abandonan el cargo quien la ejerció o lo disfrutó deja de ser importante por cuanto es efímero y transitorio el desempeño de un empleo.

No se resignan los vanidosos y soberbios a haber sido y ya no ser. La popularidad y la fama que un día ostentaran, una vez desaparecidas, los sume en la melancolía, la tristeza, la depresión.
Contaba el buen Fernando González Pacheco, el ídolo de la televisión colombiana por muchos lustros, que en el ocaso de su vida rumiaba su ostracismo, su anonimato, su impersonal figura en los parques de Miami, ajeno a las lisonjas y huérfano de reconocimientos en tiempos de su éxito en la pantalla chica. Al menos tuvo la humildad de confesarlo.

Los vanidosos, los engreídos, los megalómanos, los soberbios viven en una burbuja, aislados de la realidad y creen merecer un nicho especial para que nosotros los mortales, que somos mayoría, les adoremos como a los grandes santos.

El mundo no es más que una feria de vanidades y soberbias en la que muchísimos se creen superiores al del lado y quieren sobresalir sin mayores esfuerzos.

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Redacción Minuto30

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