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Un pésimo actor

Trump es ante todo un actor. De los malos. Un actor dedicado a sacar provecho del papel de padre dominante, mandón e implacable que debe poner en orden la casa y corregir a los hijos desaplicados que están pensando en sacarlo a patadas de la morada que un día recibió en buenas condiciones y que […]

Trump es ante todo un actor. De los malos. Un actor dedicado a sacar provecho del papel de padre dominante, mandón e implacable que debe poner en orden la casa y corregir a los hijos desaplicados que están pensando en sacarlo a patadas de la morada que un día recibió en buenas condiciones y que hoy él tiene al borde de la quiebra.

Vocifera. Se burla del contrario y miente a ochenta palabras por minuto, como un animador de espectáculos de esa parte de la sociedad que ellos mismos, los gringos, han llamado peyorativamente white trash (basura blanca). También es capaz de envolver a su oponente como una mapaná, con sigilo animal, con la astucia de un embaucador, resistiéndose a dar explicaciones de sus errores, descalificando al otro y después entrando al ataque, apretando a su oponente con sus redes de noticias falsas, hasta la asfixia.

Eso se ha visto en los últimos cuatro años de su administración, como llaman ellos al gobierno de turno. Y se ha exacerbado en esta campaña patética, que es emblema de la decadencia a la que ha llegado la política en los últimos años en todo el mundo. Una política mediocre porque no tiene propuestas orgánicas de gobierno. Solo descalificaciones ideológicas. O si no veamos lo que ocurre en España o Italia para ir un poco más lejos del vecino en mención. Y esa maniobra pendenciera la aprendió el magnate cuando casaba apuestas de boxeo en sus hoteles de Las Vegas, donde se consumaban las peleas de la mayoría de asociaciones mundiales que regentaban ese deporte.

Allí en ese circo estrambótico aprendió Trump de los boxeadores una técnica barrio bajera, de penitenciaría, para acabar con sus oponentes, primero en los negocios y más recientemente en la política. Aprendió a provocar, a ser un fantoche, un hablador cuyo fin es desestabilizar al rival para ganarle antes de plantar cara. Lo demás se lo dejó a su condición innata para actuar el papel del “héroe” americano, de cara lustrosa (aunque él parece que la tiñe de naranja) y mirada perdida en el horizonte de celuloide que un día contemplaron, con la misma pose mesiánica, John Wayne y Ronald Reagan. Pésimos actores también, por supuesto.

Sin embargo, la diferencia, entre los dos mandatarios republicanos, Ronald Reagan y Donald Trump, es que Reagan tenía un libreto aún creíble propiciado por el último rezago de la guerra fría. Tenía comunistas por perseguir y reformar, guerras por librar contra nacientes estados terroristas, justo allí donde había petróleo por explorar, y otros fantasmas de peso completo, como el consumo interno de drogas. Ronald Reagan, igual que en sus pésimas películas de vaqueros, representaba el sheriff bueno, el padre autoritario y los demás encarnaban los enemigos a vencer. Así mantuvo a flote la necesidad entre su electorado de elegir un padre dominante, hasta que su interpretación terminó siendo un papel inaguantable en una película predecible.

El problema con Trump es que su libreto se agotó. Vendió hace cuatro años la ficción de padre dominante que llegaba a poner en orden la casa para devolverle la supuesta grandeza que su país había perdido. Tiempo después esa promesa no solo fue incumplida, sino que además el presidente número 45 demostró su incompetencia en aquello en que sus votantes lo daban como un experto inigualable. “¡Wrong!” (¡Incorrecto!) como él mismo afirma.

Tal vez, es por tal razón que, en los últimos cuatro meses de campaña, ese eslogan de “Make America Great Again” (“Haz a Estados Unidos grande otra vez”) ha dado lugar a unas cuantas líneas de libreto de última hora que apuntan a descalificar a su rival, Joe Biden, como el caballo de Troya del comunismo o de la izquierda radical. El sheriff sin mayores logros qué mostrar y sin un enemigo que instigue el miedo, y de paso mueva el voto a su favor, ha tenido que recitar un parlamento de comedia cutre.

Es posible que el elector blanco de las ciudades intermedias y municipios rurales crean al actor Trump estas afirmaciones del mismo modo feligrés como han aceptado su criminalización de la protesta del Black Lives Matter (Las vidas de los negros son importantes), pero el resto del mundo que conoce el inalterable libreto del Departamento de Estado, esas decenas de países que saben que los estadounidenses defienden hasta las últimas consecuencias sus intereses como imperio capitalista, para esa otra parte del mundo que no está bajo el embrujo de este vendedor de artificios profesional, su afirmación de que Biden es un comunista es un despropósito que raya en el absurdo.

De modo que Trump, como ocurrió con el multimillonario negocio del boxeo conocido en los años noventas, se quedó sin tinglado, sin carpa. El circo dejó de ser grande y por tanto sus apuestas bajaron y el público se dispersó. Hoy Trump es lo que ha sido: un pésimo actor que es superado solo por la mediocridad del libreto que recita.

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Redacción Minuto30

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