Los recurrentes viajes de mi mamá durante mi infancia solían significar una misma cosa: Libros. Un particular souvenir que ella elegía con esmero durante las horas muertas de aeropuerto en las que esperaba a que los pájaros metálicos de AeroRepública se despertaran para volver a casa. No era que en Bucaramanga no hubiese librerías, era que ese regalo que compraba en Oma Libros, más la clásica caja de donuts que le acompañaba, tenían un aroma diferente, olían a Bogotá, a capital, a frío, y gracias a esos complejos con los que nacemos en la provincia era que esos libros los leía más rápido y les pasaba la nariz con más ímpetu por sus páginas. Aun así, alguna lejana mañana de septiembre, mi yo de 10 años no estaría preparado para su más reciente muestra de cariño: El Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha.

Era una hermosa edición pasta dura de Panamericana con más de mil páginas de un delicado papel con el gramaje perfecto. Las ilustraciones con las que abrían cada capítulo eran estilizados retratos monocromáticos de algún pasaje clave que se narraba a continuación, un ejemplar exquisito que siempre tuvo para mí un aire a biblia de nuestro idioma. Pero, lamentablemente, esa motivación solo duró dos semanas, pues el denso castellano de Cervantes fue azuzando en mi interior una gran frustración al ver pasar las páginas y no tener muy claro qué carajos ocurría en la historia. Hasta el día de hoy, encontrar un libro del Quijote me sigue evocando someramente aquel primer fracaso literario y por eso, sin quererlo, leerlo continúa como una de mis deudas pendientes.

Afortunadamente, para aliviar aquella pena de niño, con el tiempo la vida me ha entregado los argumentos suficientes para llegar a una polémica conclusión: Muy pocas personas han leído realmente el Quijote, de esas, muy pocas lo hicieron por voluntad propia, de ese reducido porcentaje, menos pueden decir que lo entendieron y lo disfrutaron. No me malinterpreten, el Quijote es una historia fantástica y será por siempre el referente universal de nuestra lengua, pero para Latinoamérica no significa ni de cerca lo que para España. Nosotros no vibramos con el mismo fervor por las novelas de caballería, no nos identificamos con aquella épica epopeya por La Mancha, no lo sentimos nuestro porque no lo es. Con todo atrevimiento, creo que es válido preguntarnos si no necesitamos un nuevo Quijote, uno más criollo.

Candidatos para ocupar este trono sobran y vienen en todos los sabores para todos los gustos, entre quienes “Cien Años de Soledad”, “Pedro Páramo”, “La Fiesta del Chivo”, “El Siglo de las Luces” y, por supuesto, “Rayuela”, parten como mis claros favoritos. Sin afán de faltarle el respeto a Cervantes, considero que es hora de mirar para adentro y reivindicar nuestra propia voz, la cual, aunque empezó a ganarse su lugar en la inmortalidad muchísimo más tarde, resuena en la historia de la literatura global con una indomable fuerza autónoma, casi a la par de los bravíos galopes de Rocinante.

@FuadChacon

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Redacción Minuto30

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