Si hubo en el pasado una década en la que la juventud soñó como nunca, fue creativa, imaginativa, irreverente, hasta altanera, pero gozosa, alegre y feliz con las cosas pequeñas de la existencia, fue la de los 60 del siglo XX. En 10 años el mundo avanzó lo que no había hecho en varios siglos, pero el avance no es el que le interesa a aquellos que todo lo miden en dinero, el progreso fue en lo espiritual, intelectual e individual y en las ansias de libertad que hacen de la vida una fiesta; los villorrios, las pequeñas ciudades y aun las grandes, albergaban mujeres y hombres sensibles, gratos con la vida, gozadores de los pequeños placeres que hacen dulce y dichosa la vida humana.

La juventud bailaba física y mentalmente; brotaban en calles, plazas y barrios gentes cuyos ojos reflejaban una vida feliz y descomplicada. La atmósfera espiritual e intelectual era notoriamente distinta a la de hoy; casi todos amábamos a nuestros padres; respetábamos a nuestros hermanos, vecinos y desconocidos; nuestras necesidades se circunscribían a satisfacer las mínimas para la subsistencia, pero cada una de nuestras conductas se encaminaba a disfrutar lo poco que teníamos; disfrutábamos los campos; nos gozábamos las ciudades nacientes; errábamos por caminos y calles citadinas sin miedo y con ganas de saborear todo lo que veíamos; éramos como los gitanos, curiosos y felices que llevábamos el mundo en nuestras mentes y hacíamos de cualquier circunstancia vivencial un festín personal.

La sociabilidad, la camaradería nuestra y de extraños eran bien distintas a la apática vida social, egoísta y solitaria de la gente de hoy, esclavos y dependientes de un rectangular aparato electrónico que es toda su compañía, amigo, puesto y fuente de alegría. Las personas hacían de sus oficios y faenas cotidianas la fuente de sus ingresos, pero también la razón de vivir; agricultores, alfareros, peluqueros, obreros, talabarteros, zapateros, oficinistas y otros empleados medios, manuales y mentales, hacían sus tareas con una devoción propia de monjes contemplativos y meditativos; las calles, parques y plazas pertenecían a todos y en ellos se convivía en absoluta hermandad.

La vestimenta era adecuada para soportar el frío o el calor, no para seguir modas insulsas o para ornamentar el cuerpo extremadamente y exhibir la capacidad económica de quien la llevaba. La bohemia era un lujo y solían practicarla al calor del alcohol políticos inteligentes, intelectuales curiosos, jóvenes rebeldes. Fue la prodigiosa década de la curiosidad, la rebeldía, la locura juvenil, de los sueños por realizar.

La juventud de estos tiempos sonríe ante la candidez y sencillez de la vida de hace apenas más de medio siglo. Niños y jóvenes gozábamos con las cosas sencillas de la vida, con los más elementales juegos y hacíamos de la existencia una fiesta durante todo el año; paseos de olla, juegos familiares en mangas, partidos de fútbol en empedradas calles, mujeres que hicieran del catapiz su juego preferido o realizaban piruetas con sus coloridos yoyos. Inmerso en nuestras vidas alegres y juguetonas desconocíamos en esos años 60 que la tercera Guerra Mundial estaba próxima a estallar por causa de los presidentes de las dos potencias mundiales, Estados Unidos y la Unión Soviética, los que se desafiaban con su poderío militar y sus amenazantes bombas atómicas.

El mundo que era menos global que el de hoy es esos 60 percibió la muerte de personas ilustres (Albert Camus, Juan XXIII, Marilyn Monroe); los gringos y soviéticos empezaron a conquistar la luna mientras algunos podíamos verla en noches brillantes y luminosas cuando no existía la contaminación de estos tiempos.

En este tercer milenio existen tuiteros políticos y exhibicionistas que con pésima ortografía opinan de todo sin lograr cautivar a los ignorantes adictos a los celulares. En ese inolvidable decenio existimos muchos tuiteros que bailábamos con alegría el twist de la gallina, canción simplona pero pegajosa, menos erótica y machista que las 4 babys de nuestra estrella Maluma, creada artificialmente por las masas automatizadas de las redes sociales. Los pueblerinos que en la Colombia de principios de los años 60 éramos mayoría, gozábamos con el cine público exhibido en paredes, que además de gratuito, por ser un regalo, eran historias sencillas de personas muy distintas a las ficciones violentas del decadente cine de Hollywood.

Aldeas y pequeños pueblos se escandalizaban con los primeros peludos que fueran los camajanes de los 60, eran habitualmente vagos de esquina de barrio que usaban mocasines, camisas de colores sin cuello, esclavas en sus manos, leían revistas de héroes, fumaban marihuana y tenían un andar cadencioso presumido que ellos sabían causaba admiración en las mujeres jóvenes y repudio o envidia en los mayores. En mi pueblo hubo algunos que quizá llevaban este estilo de vida por haberla visto en la Medellín de principio de aquel encantador decenio. Omar Serna, apodado Tarzán y Oscar “Kuke” Duque hicieron historia en El Santuario como insignes camajanes, iguales a ellos eran J. J. Gómez Botero y Ramón Cárdenas con su fama de vagos y arrebatados. Camisa desabrochada y arremangada, mocasines o apaches sin medias, tatuajes que fueron los primeros que vimos en aquellos que exhibían sus músculos como señal de su hombría. Casi todos eran fans devotos del cantante puertorriqueño Daniel Santos a la vez que mostraban sus pechos con una medalla de la virgen de su preferencia.

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Redacción Minuto30

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