Un par de meses atrás, durante el último paseo noctámbulo de mi perro, encontramos una voluminosa pila de papel junto al recipiente municipal de reciclaje que hay al final de nuestra cuadra. Coronándola del todo, en un desafiante acto de rebeldía contra su fatídico e inminente destino, había una edición antigua de Adiós a las Armas de Ernest Hemingway que me miraba con los ojitos encharcados desde el mutismo de las cosas inanimadas, como un chucho callejero que, muerto de frío, me rogaba por una nueva oportunidad de ser leído. Lo tomé en mis manos, aún indeciso sobre la naturaleza higiénica de aquel acto, y deslicé hacia mi novia una mirada de cervatillo buscando su aprobación. “Anda, llévatelo”, dijo.

Tras esperar pacientemente su turno en la fila de mis lecturas atrasadas, finalmente ha llegado su día. El ejemplar tiene exactamente la edad de mi madre, pues ambos vieron la luz el mismo año, lo que inevitablemente hace que, por momentos, en las profundidades abisales de mi mente surja el absurdo pensamiento de que, en lugar de un libro, lo que estoy leyendo es a un tío. Un tío en perfecto estado de salud, pues su clásica portada desprendible, en la que una blanquecina enfermera Catherine Barkley abraza con el desespero de los amores truncados por la guerra a un teniente Frederic Henry de tono cadavérico, estaba intacta y no había corrido la infame suerte de rasgarse y perderse, como le sucede a la mayoría de títulos de esta misma colección. Entonces, concluí que a mi nuevo amigo lo habían condenado a las fauces de la trituradora por ser lo que es: simplemente un libro viejo.

En cambio, es justamente allí donde radica su encanto y valía. Sus desgastadas páginas son amarillentas y desprenden un aroma a papiro de celulosa, un color y un olor que identifico desde siempre como los del tiempo mismo. Su fuente es la de las máquinas de escribir y, acercando los ojos lo suficiente, se puede ver el relieve montañoso que el impacto del molde dejó sobre el papel cuando se estampó contra él.

Si en los libros modernos las letras son meros tatuajes, en los viejos son cicatrices talladas directamente en su piel. A veces, incluso, me sorprendo a mí mismo perdiendo el hilo de la historia y dejándome llevar embelesado por las finas y casi imperceptibles vetas de tinta que se enconden entre caracteres, vestigios que me hablan de una época extraviada donde los tipos móviles eran tecnología avanzada.

En la página 20 hay varias huellas de pulgar inmortalizadas en una sustancia que bien podría ser sangre seca o chocolate milenario y me obsesiono con la identidad de aquel anónimo lector, quien, además, en la página 163, justo donde el mayor Alessandro Rinaldi pronuncia la frase “Quisiera no ser latino”, me dejó en 1978 una estampilla de cinco pesetas como marcapáginas. Creo que haré lo mismo y colaré un testigo de mi existencia en algún capítulo, como un polizón del tiempo, para que en el próximo siglo también alguien se pregunte por mí.

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Redacción Minuto30

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