El gobernante está siempre expuesto al escrutinio del pueblo. Cuando acierta, recibe aplausos y respaldo, y cuando yerra ese mismo pueblo se encarga de castigarlo a través de diferentes manifestaciones de desprecio.
Margarita María Restrepo

Es sabido que Juan Manuel Santos nunca ha sido un hombre carismático, ni mucho menos cercano al corazón de sus gobernados. Construyó su coalición de gobierno con una chequera oficial que le ha alcanzado para comprar el respaldo de unos políticos voraces cuya lealtad es directamente proporcional a la cantidad de “mermelada” que se les adjudique.

Ha gobernado de espaldas a la gente, nunca pudo –porque no quiso- sintonizarse con los anhelos populares ni con las necesidades de los ciudadanos. Creyó que bastaba con abrir las puertas de su palacio para que ingresaran encopetados asesores extranjeros a quienes les confió –previa jugosa remuneración- la tarea de delinear las estrategias de su gobierno.

Creyó que su proceso de paz sería inmensamente popular porque en él confluyen las opiniones de interesados ex jefes de gobierno europeos o ex cancilleres de Israel, olvidando que es la ciudadanía colombiana la única que tiene la potestad de decir hasta dónde perdonaremos y hasta cuándo resistiremos la violencia desatada por sus contertulios de La Habana.

Como debía suceder, el tinglado sobre el que se presentaba la farsa terminó por fracturarse. El fin de semana vimos una grieta difícil de mimetizar. Culminada una maratón en homenaje a los soldados y policías heridos por los terroristas, Santos fue sonoramente abucheado. Su trémulo Ministro de Defensa, visiblemente desencajado –y tal vez avergonzado de ver a sus tropas insurrectas- tuvo que hacer uso de la palabra para exigir, con voz entrecortada, que se respetara al señor que un día firmó el decreto por medio del cual fue exaltado a tan alta e inmerecida dignidad. Porque si a Santos le quedó grande el país, al ministro Pinzón sí que le flota el cargo que ocupa.

Ha quedado perfectamente notificado el gobernante de los colombianos. Su pueblo no lo quiere, sus gobernados lo repudian. En Medellín, mientras conversaba tranquilamente con sus amigos empresarios, ciudadanos de pié se dieron a la tarea de hacerle saber que están inconformes. Santos charlaba y el pueblo mientras tanto lo chiflaba. Algo así debía sucederle a Nicolás en los últimos estertores de la dinastía de los Romanos. Él hablaba con los suyos plácidamente y permitía que sus favoritos le lustraran la vanidad diciéndole que el suyo era el más grande de todos los gobiernos, mientras que en la calle la gente desesperada hacía lo que estaba a su alcance para derrocar al régimen ignominioso del Zar de todas las Rusias. Para desgracia suya, esos aduladores fueron los primeros en dejarlo abandonado cuando la revolución resultó incontenible.

En Colombia no habrá revolución ni acciones que transgredan el marco de derecho que nos rige. El castigo llegará y será en las urnas. El régimen santista será apabullado por un pueblo que, exasperado con la barbarie terrorista, se apresta a decirle ¡no más! No más Farc, no más insensibilidad frente a la muerte de nuestros humildes soldados y policías. No más al ofrecimiento injusto de prebendas a quienes han bañado de sangre a nuestro territorio.

Eso que hay ahora no es un proceso de paz. Parece más bien un acto de vergonzosa capitulación. Colombia tenía todo para lograr una paz que no fuera desventajosa para los ciudadanos que hemos sido víctimas de la banda terrorista de las Farc. Seguimos creyendo que hay que ser generosos con los delincuentes en aras de que entreguen sus armas y dejen de delinquir. Pero debe haber castigos efectivos tales como una temporada de privación efectiva de la libertad a los responsables de crímenes de lesa humanidad y la prohibición para que esas mismas personas no puedan acceder a cargos públicos ya sea de libre nombramiento o de elección popular.

Llevamos varios años diciéndole al presidente que su proceso de paz estaría condenado al fracaso si continuaba hablando con unos delincuentes que no han declarado un cese unilateral y verificable de todas sus hostilidades. Creemos que con ello, el proceso de paz tendrá un mínimo de legitimidad. Que las Farc dejen de matar, de extorsionar, de reclutar niños, de traficar drogas ilícitas y que concentren a todos sus hombres en lugares delimitados con verificación y acompañamiento internacional –estoy de acuerdo con la propuesta del ex Alto Comisionado para la Paz Luis Carlos Restrepo de que el organismo de verificación sea el Comité Internacional de la Cruz Roja-.

Si esto no sucede, la violencia crecerá y el pueblo continuará manifestando su rechazo a la complacencia e indolencia del Gobierno. Así que el doctor Santos no podrá quejarse por las rechiflas de que seguirá siendo objeto a lo largo y ancho del país, porque a donde vaya encontrará a una ciudadanía desesperada que no guardará prudente silencio y dará rienda suelta a su descontento.

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Redacción Minuto30

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