Un día normal, común y corriente en horas de la mañana alguien exclamó, ¡qué hambre!.. y como si esa expresión fuera contagiosa, al unísono varios compañeros en la oficina aseguraron lo mismo. Fue el momento preciso para preguntarme el por qué, algunas veces, almorzamos sin hambre, sólo porque el reloj así lo determina. Debo admitir que nunca en mi vida he aguantado hambre por necesidad, pero sí algunas veces por obligación, y, digo por obligación, ya que debido a compromisos académicos, laborales o de tipo social, me ha tocado soportar la fatiga, eso sí, con la firme esperanza de poder comer algo más tarde, sabiendo que terminada mi labor habrá algo que comer. Afortunados quienes hemos aguantado hambre, no por carecer de algo para consumir sino por ocupaciones. Muy triste saber que muchos a esta hora del día no tienen la certidumbre de poder comer algo hoy, tal vez, tampoco mañana.

Siguiendo con el tema, hace pocos días, por esos gajes de mi oficio me dirigí a una de las tantas instituciones educativas de la ciudad con el fin de enterarme de un caso de matoneo, maltrato escolar o Bullying. Indagué, verifiqué, escuché y, tomé nota del relato cruel y despiadado, donde la violencia encegueció un par de adolescentes hasta que la sangre brotó en medio de la rabia y la exasperación. Después de tan triste narración y al haber agotado las preguntas acerca de lo sucedido, manifesté mi tristeza, pero, el rector en voz baja me dijo que había algo más triste para contarme, cuál sería la exclamación de asombro en mi rostro cuando me dijo, en un tono tranquilizante,  “…no se trata de más violencia, pero sí de mucha indiferencia”.

Resulta que una estudiante del grado octavo le había manifestado al rector, en repetidas ocasiones, que ella iba a estudiar, no por aprender sino por asistir al restaurante escolar que tanto necesitaba, los ojos de la niña humedecían al describir el calvario en su casa los fines de semana cuando el hambre hacía de las suyas y con los suyos.  Con pena y timidez revuelta con vergüenza, le pidió al rector le dejara esculcar, sin que nadie la viera, la caneca en que depositaban las sobras del restaurante con el fin de buscar algo para llevar a su madre y un hermanito pequeño que no tenían nada que comer. No lo niego, me estremecí y en silencio lloré y quedé sin palabras.

Como por arte de magia y después de un silencio indescifrable, vino a mi mente un relato muy reciente que mi compañero de asiento en el bus, rumbo a la universidad donde laboro, me compartió con lujo de detalles. Al sentarse a mi lado, pude notar que era una de esas personas que hablan y hablan y si no lo hacen les salen letreros por todos lados, fue así como me empezó a narrar su vida laboral de vigilante en un centro comercial, relatando como a la zona de comidas van personas que sólo lambisquean lo que compran, dejando casi intactos los alimentos, según él, son “riquitos” que sólo van por aparentar y gastar dinero.

En esos ires y venires de tanta palabrería, mi interlocutor se declaró ex drogadicto y ex habitante de calle, en términos reales, un gamín. Adujo que al terminar su turno laboral de doce horas en vigilancia activa, recogía las sobras que le daban en la zona de comidas, todo con el debido permiso. Emocionado cargaba su mochila con apetitosos pedazos de carne, papas, panes y pollos casi enteros para repartir a sus antiguos amigos de calle o como dijo él a sus “parceros”. 

Pero… no hay dicha completa, llegó el día en que la administración del centro comercial ordenó verter sobre las canecas de sobras de comida abundante hipoclorito de sodio (blanqueador) para que a partir de la fecha, nadie sacara sobras de allí. Aseguró mi compañero de viaje que esa práctica se había vuelto usual en diferentes centros comerciales. ¡prefieren botarla que repartirla! Fue su última exclamación antes de bajarse del autobús.

Siempre he pensado que tanta miseria, tanta hambre, tiene nombre y se llama inequidad. No es un secreto que la clase política colombiana y por ende nuestros dirigentes, hace rato perdieron la vergüenza, hablan de la equidad en su discurso electoral buscando el favorecimiento político y haciéndole creer a los votantes que ahora sí llegó la hora de transformar este país, acabando el hambre y la miseria. La realidad es otra en este país “macondiano”, aquí simple y llanamente siguen ocurriendo cosas insólitas, por ejemplo, mientras los medios de desinformación no cesaban de proclamar con bombos y platillos el traspaso millonario de James Rodríguez al fútbol Alemán, el “honorable” Congreso de la República, el pasado 27 de julio, firmó un contrato por 4.400 millones de pesos, con la empresa Subatours, para el suministro de pasajes aéreos, en primera clase, para los congresistas. No bastan los más de treinta millones de salario para cada uno de ellos, sino que además debemos pagarles sus viajes. Unos con tanto y otros sin nada.

 

“La mejor salsa es el hambre”.

Sócrates

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Redacción Minuto30

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