El reconocimiento general de lo bueno que hace posible que algo sea, y del modo de ser que facilita que siga siendo, es común a todo ser racional que, si es humano, requiere el necesario desarrollo biológico que le sirve de ocasión para ejercer sus facultades espirituales.
Quien identifica estas perfecciones, sabe que en sus manos está acertar o no, cuando en lo más profundo de su ser se pregunta, ante una oportunidad concreta: ¿Qué decidir?
La dispersión respecto del bien mayor siempre es un error que tiene como efecto el Mal de pena, de modo proporcionado a la culpa.
Si por enfermedad, inmadurez u otras limitaciones, la persona no tiene con qué acertar en la decisión o no puede ponerla por obra, tiene derecho a recibir y deber de pedir, ayuda para lograr lo que realmente le facilita hacerse mejor persona, en lo que le compete decidir y obrar. Es el caso, por ejemplo, de inmadurez o del deterioro de ciertas facultades.
Un ser humano puede sentir que le queda grande un deseo profundamente intenso que no le ayuda a hacerse más buena, pero también es capaz de usar lo que tiene de fuerza de voluntad, para evitar la ocasión de llegar a vivir la gran atracción que luego no sabría gestionar bien.
Si quiere, se plantea, por ejemplo: “Si voy, no seré capaz de no hacer esto pero, si no voy, no me haré daño y evitaré influir negativamente en otros; mejor elijo un plan alternativo, con el que me procure el mayor bien y facilite que otras personas también se beneficien”.
Esta persona refuerza un modo general específico de tender al bien mayor, a la vez que fortalece todas las capacidades que pone por obra al ejecutar su decisión: ha sido exitosa en el fortalecimiento de competencias para avanzar en su madurez humana.
El mal ético solo puede ser causado por seres limitados que deliberadamente se excluyen a sí mismos del mayor bien elegible y alcanzable.
Esta decisión tiene como efecto el “Mal de pena”, un empobrecimiento que en parte es inherente al error consciente y voluntariamente procurado, y que no era lo que directamente buscaba la persona culpable al equivocarse eligiendo un bien menor al que habría podido alcanzar a través su actitud, decisión y acción, pero lo sufre.
El no reconocimiento de que se es culpable, siéndolo, o la postergación de asumir plena y diligentemente las consecuencias de los propios errores, dificulta la capacidad de evitar equivocarse y puede causar un debilitamiento en la persona que le impide reconocer la unidad entre lo bueno, verdadero y justo, necesaria para el logro del pleno desarrollo individual y como miembro de un grupo.
La persistencia en negarse a ser enteramente sincero consigo mismo, puede causar problemas psicológicos; es un obstáculo para el desarrollo humano.
Si lo que se dice que en “Derecho” no es ético –bueno, verdadero y justo–, se interpreta, “previene” y penaliza injustamente, y el aparato jurídico queda a merced de intereses tiránicos y destructores de personas, familias, sociedades, generaciones futuras e incluso de la misma especie.
Otra forma de sucederse el mal de pena, es inhabilitar a la persona sancionada, de ciertas decisiones, acciones y bienes, relacionados con el daño causado al elegir un bien que no es el mayor.
Toda persona humana tiene derecho a que se impida que quienes obran mal sigan haciendo daño, incluso si los injustos son jueces de los más altos tribunales, que hacen parte de los que tienen mayor responsabilidad, mérito, culpa y sancionabilidad.
Un ser humano vale más que toda norma o interpretación injusta; la reparación del mal voluntariamente procurado debe ser completa y universal.
Este mal de pena bien aprovechado, puede ayudar a identificar en qué se perdió a sí mismo el culpable, en cuanto persona que se equivocó libremente respecto del bien que sólo él podía causarse directamente, el que podría haber recibido de otros si no hubiera obrado mal y del que privó a quienes pudieran haberse beneficiado si hubiera elegido el mayor bien posible. Esto, tanto respecto de la generación actual como de las futuras.
El primer bien que hay que hacer es el de procurar efectivamente no perder el bien mayor, es decir, el de evitar causar el daño más irreparable.
Para que las privaciones contrarias a la voluntad de la persona originadas por su error deliberado, le sirvan de castigo justo, se necesita que identifique claramente el bien perdido por su causa y procure efectivamente no solo recuperarlo en lo que sea posible, sino también evitar que otros cometan el mismo error y promover la consecución del acierto contradictorio de su error, por parte del mayor número de personas posible.
Así, la pena justa facilita que el causante del daño sea consciente y repare debidamente, el vacío del bien debido, y prevenga más daños.
El mal de pena puede incluir el mal físico o privación de un bien debido a la propia biología, como la pérdida de ciertas libertades de desplazamiento.
Los males físicos de una pena justa no hacen mala a la persona y le pueden ayudar a valorar más el bien mayor que son ella misma y terceros.
La reparación es más completa con esta clase de mal físico, porque nadie obra mal sin su cuerpo, pero debe ser siempre proporcionada al daño causado y servir de estímulo para el desagravio.
El mal físico lo es en sentido relativo porque en ocasiones, como el mal de pena justamente aplicado, estimula que la persona madure con la privación de ciertos beneficios físicos y crezca en cualidades perfeccionándose en el modo de ejercer su libertad.
El mal moral, que es la injusticia de la que las demás derivan, por privar del mayor bien alcanzable, es la libre transgresión de las exigencias deducibles de las perfecciones en que consiste una persona, y sus respectivas tendencias y actos coherentes con ésta. La razón de ser del mal de pena es que cada ser humano opte libremente por ser la mejor persona posible.
Sin conocerse y valorarse, la misma “justicia” tantas veces manipulada, con la que se pretende regular las relaciones en la vida familiar y social, termina convirtiéndose en el “da igual” práctico de la ausencia de referencias que superen la perfección del ser y actuar de quien es limitado.
Esa “justicia de la inmanencia” que se margina de la racionalidad basada en evidencia y de motivos de credibilidad sustentables en conocimiento actualizado, es la que encierra a inocentes con argumento de prevenir amenazas fantasiosas y la que, con ocasión de una violación, afirma que la madre tiene derecho a destruir a su hijo, le da cadena perpetua a un violador y pena de muerte a quien es también, igual que el violador y la madre, un ser genéticamente constituido como otro de nuestra especie, un miembro de la familia humana, con la única diferencia de estar viviendo otra de las etapas de nuestro ciclo vital, la de su crecimiento y desarrollo embrionario o el periodo fetal: una “justicia” que condena a muerte a la más inocente e indefensa de las víctimas humanas de un genocidio universalizado con un “Derecho” acomodado para obtener mayor poder, posesión y placer.
Del Mal de culpa la persona libre se escapa excepcionalmente; pero también son necesarias las demás formas del Mal de pena, que se logran con la universalización de la buena educación antropológica y ética en todos los ambientes.