La naturaleza tiene ritmos de sonidos y el ser humano, al ser también cuerpo, está sometido a estos, pero es más pluriforme en él su silencio.

El espíritu necesita silencio para centrarse en el alcance y gozo de sus mayores bienes, como el amor, sentido de la existencia del ser causado.

Si ser es un bien, recibir el ser en participación es una comunicación de bien; el amor consiste en comunicar el mayor bien.

En el video “Sevilla reza cantando” (https://www.youtube.com/watch?v=oEr9Y7NfCBs), se ven multitudes entre las que se observa a no pocos en un diálogo silencioso, un encuentro amoroso de dos seres personales, en el que lo que sucede alrededor es como un zaguán que, según su origen y a lo que conduzca, puede ser cauce de lo desacertado o del mayor bien, a un encuentro más profundo, por ejemplo, desde lo multitudinario hacia el ámbito de esa intimidad a la que solo puede poner al acceso Dios, en cada ser humano.

Un silencio que actualmente se hace presente o al menos se intuye, es el de las víctimas de la guerra, uno de los múltiples efectos de esa absurda pretensión de sentirse con derecho a facilitar la destrucción de otros seres humanos, como si fuera posible que quien está constituido por cuerpo y espíritu -en esto consiste la humanidad de cada uno-, tuviera un valor meramente instrumental respecto de sí mismo o de terceros. Si su ser no termina, es amado por sí mismo y no por ser un medio para lograr algún fin propio o ajeno.

El silencio individualiza las partes de un lenguaje haciendo posible que tengan  significado; contribuye al acierto en la ponderación y puede llegar a ser más elocuente que lo expresable físicamente, sea de modo verbal o con otros medios de comunicación humana.

Hay seres que nos interpelan de tal modo, que el único medio de reaccionar a altura humana, es sabiendo expresar sumo respeto.

El silencio es condición para aprender a escuchar. Hay una recepción atenta propia para cada forma de recibir información, con su peculiar resonancia interior del mensaje, por eso es importante acertar en la elección del cauce de expresión. Esto se nota, por ejemplo, en la contundencia de ciertas partes de melodías clásicas.

La cultura ayuda a ampliar el dominio de los cauces por los que las personas del pasado y del presente, nos estimulan con sus mensajes, a arremeter nuevamente hacia la meta de ser plenamente humanos, que no es actuar de cualquier modo, sino por el único que lleva al mayor desarrollo personal, familiar, laboral, social, global y de cada una de las generaciones futuras.

A veces el silencio ante la solemnidad de un acto, la delicadeza que necesita alguien de nuestra parte, en el sufrimiento o la necesidad de concentrarse en algo urgente y relevante, es nuestro mejor mensaje, el más discreto, considerado, oportuno y aportante.

En otras ocasiones el silencio es necesario para evitar un mal mayor, y así se convierte en un medio oportuno para estimular un cambio hacia algo mejor. Quien no desvalora a una persona con la excusa del error, sabe acogerla con el silencio.

Para leer mejor el alma expresada en la mirada o en otras formas de lenguaje humano, el silencio pone a nuestro alcance conocimientos mejores que los que se transmiten con palabras.

A veces callar facilita el acierto en la indagación de la realidad afectiva, intuitiva, la de las actitudes, intenciones y aspiraciones más profundas, las que hacen posible el rendimiento en la entrega personal, en la que el alma humana sí encuentra la paz del orden interior, el descanso de sí misma en quien se sabe amada y correspondiendo con mirada aguda para ejecutar los lenguajes de crecimiento en la mutua donación, así es el grito del silencio interior, de la paz más activa, la el orden en el amor, la de la mayor intensidad de vida personal.

El silencio facilita cada día aprovechar el mejor momento para conocerse y saber encontrarse con otras personas, de tal modo que aprendan a vivirse como fines en sí mismas, capaces de encontrar en sus propias fortalezas y limitaciones, la ocasión de cuidar y dejarse cuidar, porque en el silencio han aprendido a fortalecer la unidad de su ser y de otros, en el conocimiento y la acogida crecientes. Esta sinergia hace posible capitalizar el amor incluso con ocasión del sufrimiento inevitable, en el que tanto se valora la elocuente compañía silenciosa y fiel.

¿Silencios sublimes? Los de la entrega de lo mejor de sí mismo, aquellos en los que dejamos que otros nos cuiden cuando no podemos hacerlo por nosotros, gozándonos en nuestro agradecimiento y en que aún podemos ser ocasión de que crezcan como personas, a la vez que facilitamos al máximo, si aún es posible,  hacer amable su esfuerzo.

El silencio de una madre que sabe dar lo mejor de sí misma a su esposo y a sus hijos, el de su fidelidad -continuidad del amor en el tiempo-, el del cuidado del sueño de los suyos y el de la devota bendición -decir bien con palabras y obras- de papá o de mamá, cuando han sabido ser buen cauce del amor que se les ha participado vivir y comunicar.

El silencio al perdonar y al ser perdonado, el de la rectificación completa y el de la gratuidad en el don solidario.

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Redacción Minuto30

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