Mario Vargas Llosa, es un escritor y periodista peruano (Arequipa, 28 de marzo de 1936), Premio Nobel de Literatura 2010, muy cercano a mi gusto literario y a mi espíritu crítico de las realidades local y mundial. Releyendo su agradable y bien lograda novela El héroe indiscreto, publicada en 2013 por Alfaguara Ediciones Generales, S. A., México D.F. (y que empieza con una bella y certera sentencia de Borges: “Nuestro hermoso deber es imaginar que hay un laberinto y un hilo”.), me encontré, en la página 202, con un párrafo duro, asustador, diría yo, tal vez porque todavía soy un periodista apasionado, comprometido con el oficio, y respetuoso de su deontología. El párrafo  en cuestión, dice así:

“La función del periodismo en este tiempo, o, por lo menos, en esta sociedad, no era informar, sino hacer desaparecer toda forma de discernimiento entre la mentira y la verdad, sustituir la realidad por una ficción en la que se manifestaba la oceánica masa de complejos, frustraciones, odios y traumas de un público roído por el resentimiento y la envidia. Otra prueba de que los pequeños espacios de civilización nunca prevalecerían sobre la inconmensurable barbarie”.   

Me estremece pensar que nuestro periodismo colombiano esté en ese papel, o pueda caer muy pronto en semejante fangal. Pero como mi biblioteca es ancha y propia, muy pronto, antes de que mi parentela notara el desaliento, los libros de una gran escritora – periodista me devolvieron la salud y el entusiasmo: hablo del trabajo estupendo de la italiana Oriana Fallaci, periodista de investigación, rigurosa, exigente  y valiente.

El periodismo de investigación (que tiene entre sus principales exponentes al escritor y periodista norteamericano Truman Streckfus Persons, más conocido como Truman Capote, célebre por sus novela A sangre fría, el relato del  brutal asesinato de los cuatro miembros de la familia Clutter, ocurrido en 1959, en el apacible pueblo de Holcomb, Estado de Kansas), es propio de los grandes periodistas – escritores que a lo largo de la historia nos han entregado sus trabajos, como una verdadera muestra de maestría periodística y gusto literario. En esta vertiente periodística, donde destacan nombres como Ernest Hemingway, Olga Behar, Germán Castro Caycedo, Beatriz Parga, David Yallop y Gabriel García Márquez, entre otros, descolla nuestra muy especial Oriana Fallaci.

Por la época en que leía En nombre de Dios (1984), de David Yallop, descubrí  a Oriana Fallaci. Obviamente, terminé de prisa esas porquerías del Banco Ambrosiano y demás atrocidades mafiosas, contadas con lujo de detalle por el investigador inglés, porque me había “enamorado”  de la Fallaci, y era preciso ocupar lo mejor de mi tiempo y de mis energías juveniles, en la lectura de sus libros, empezando por Un hombre, novela espléndida para un muchacho de 15 años.

Un hombre es la historia del poeta Alekos Panagulis, autor de un atentado fallido contra Georgios Papadopulos, dictador de Grecia entre diciembre de 1967 y  octubre de 1973. Panagulis fue detenido y condenado a muerte, pero finalmente sólo permaneció cinco años en prisión. Oriana Fallaci lo conoció en 1973, conviviendo con él hasta el primero de mayo de 1976, fecha en que fue asesinado en una calle de Atenas. Su recuerdo y su vida en prisión sirvieron de material para escribir el libro, en 1979.

El talante y la fuerza de la Fallaci, se puede medir en estas palabras, dirigidas a  Panagulis: “Confío en que seas un hombre como siempre lo he soñado, dulce con los débiles, feroz con los prepotentes, generoso con quien te quiere, despiadado con quien te humilla”.

Oriana Fallaci nació en Florencia, Italia, el 29 de junio de 1930, en un hogar muy humilde. Su padre, que era albañil, de origen africano, y un activo antifascista, fue hecho prisionero y torturado por los nazis durante la ocupación de Florencia, lo cual influyó para que ella se alistara de forma activa en la resistencia, recibiendo por ello, a los 14 años, un reconocimiento de honor por parte del ejército italiano.

Adelantó sus estudios primarios en su ciudad natal y más tarde se matriculó en la Facultad de Medicina, porque “el tío Bruno decía que estudiar medicina me ayudaría a ser escritora”. Nunca terminó medicina; realmente se dedicó al periodismo, colaborando inicialmente con pequeños reportajes para un diario florentino de la época. Pronto comenzó a destacarse como una periodista punzante y auscultadora de la verdad, aun delante de personajes a quienes muchos temían.

Desde sus primeros trabajos demostró un estilo propio, lleno de verdades y provocaciones, que le fueron dando una legión de admiradores, pero también un séquito abundante de virulentos detractores, listos a denostarla ante la menor oportunidad. Esto último se manifiesta claramente en las famosas entrevistas que logró de dirigentes mundiales como Henry Kissinger, a quienes consiguió “sacarles” declaraciones bien guardadas y reveladoras. Su estilo directo, frontal y descarnado, enfurecía a entrevistados famosos y determinantes en la vida política y militar de entonces, como Muammar Khadafy, Leopoldo Galtieri (a quien llamó «torturador»),  el Sha de Persia, el ayatolá Jomeini, Ali Bhutto, Golda Meir, Indira Gandhi, Mao Tse Tung y Robert Kennedy, entre otros.

Recibió números reconocimientos, entre los que destaca la «Laurea ad honorem» en Literatura, otorgado por El Columbia College de la Universidad de Chicago. Sus libros, escritos a manera de entrevistas, crónicas, novelas, reportajes de guerra y artículos de opinión, han sido traducidos a muchos idiomas. Entre ellos, para provocación del lector, mencionemos: Entrevista con la Historia (1974), Carta a un niño que no nació (1975); el ya citado, Un hombre (1976); Inshallah (1992), que novela la historia de las tropas italianas en el Líbano, y La rabia y el orgullo (2001), donde ofrece su polémico punto de vista sobre los atentados a las Torres Gemelas del 11 de septiembre de 2001.

En 2003 salió a la venta, en Italia, La fuerza de la Razón, en el cual acusa a la iglesia católica de ser “demasiada débil ante el mundo musulmán”, y a Europa de “venderse al Islam como una prostituta». Su penúltimo libro: Oriana Fallaci entrevista a Oriana Fallaci (2004), escrito durante los momentos que le permitía “el otro”, como denominaba al cáncer de seno que padecía, es una apasionante autoentrevista donde cuestiona el comportamiento de Occidente y afirma que «tanto  Occidente como Europa e Italia están más enfermos que yo».

Su última novela, Un cappello pieno di ciliege (Un sombrero lleno de cerezas), obra en la que invirtió los últimos años de su vida y en la que combina la fantasía con las vivencias de su familia entre los siglos XVIII y XIX, según lo expresó la autora días antes de morir, fue publicada de forma póstuma, el 30 de julio de 2008, en Italia.

A la manera del novelista y periodista norteamericano Ernest Hemingway, Oriana Fallaci se jugó la vida, no pocas veces, en el afán de documentar las guerras del siglo XX. En Vietnam, por ejemplo, Fallaci “fue la cronista implacable que retrató el horror de ambos lados y, sobre todo, el carácter invasivo de la presencia norteamericana en el sudeste asiático”. Sus crónicas no son las más detalladas ni las mejor informadas, pero sí las mejor escritas y las más comprometidas con el dolor de los civiles.

Sus últimos años los vivió en New York, en Manhattan, exactamente (donde a pocos pasos presenció los acontecimientos de las Torres Gemelas), en un autoexilio, como ella misma lo denominaba. Ante el recrudecimiento de su enfermedad y la inminencia de su muerte, regresó a Italia, donde falleció en un hospital de su Florencia natal, el 15 de septiembre de 2006.

Imposible no enamorarse de Oriana Fallaci; de su periodismo apasionado denunciando los atropellos del más fuerte, o las violaciones sistemáticas de los imperios que van por el mundo sembrando horror y muerte. Imposible no amar a Oriana, con su periodismo militante y sus novelas desgarradoramente hermosas.

Oriana Fallaci demostró con su trabajo y con su vida, que el periodismo es uno de esos pequeños espacios de civilización, que todos tenemos que hacer prevalecer sobre la inconmensurable barbarie.

Espero que la desazón y la certeza de las palabras de Vargas Llosa (¿referidas al periodismo peruano de la época?), no sean palabras proféticas que caigan sobre el periodismo colombiano y el periodismo mundial. Espero que mis colegas de Antioquia y de Colombia, relean a mi querida Oriana Fallaci, para que entiendan que el periodismo es cosa de responsabilidad, de democracia, del alma, jamás de genuflexión y estómago.

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Redacción Minuto30

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