El bloqueo de la carretera Panamericana por parte de los indígenas del Cauca y los actos de violencia y muerte han llevado al gobierno a endurecer su disposición a un diálogo. Esta crisis plantea una cuestión de suma importancia: ¿sabemos negociar?

Negociar es un arte, dirían de modo evidente ciertos conferencistas de mercados y finanzas, al destacar la búsqueda continua de ganancias y el desarrollo empresarial en tiempos hostiles.
Sin embargo, la afirmación se vuelve compleja y pierde ese esmalte de obviedad cuando se revisa la historia y se confirma que negociar ha sido sobre todo la cualidad que permitió a los Homo sapiens apartarse y, por tanto, triunfar sobre los neandertales.

Su primera herramienta para el desarrollo de tales negocios fue el lenguaje y su primera práctica cultural para detectar enemigos y encontrar aliados fue el chismorreo. Historiadores como Yuval Noah Harari, en su aventura a los orígenes del chisme como mecanismo de cooperación social y supervivencia, han encontrado que hace 70 mil años el Homo sapiens era un adelantado en materia de dialéctica, es decir, un hablador y discutidor empedernido.

Es por eso que desde que el hombre conformó los primeros clanes, hasta el desarrollo de los estados modernos a cargo de Homo sapiens tan diestros en negociar como Winston Churchill o Franklin Delano Roosevelt, la negociación no ha sido un asunto de poca monta y, por el contrario, ha desarrollado serios tratados, como si fuese ciencia pura, y ha dejado cientos de tomos de investigación y pedagogía.
Tal literatura enseña que hay dos cualidades de oro en todo buen negociador: su autoridad y su inquebrantable capacidad dialéctica.

En estos dos puntos han coincidido sin asomo de dudas varios negociadores hábiles que he entrevistado, como el ex ministro Aurelio Iragorri, quien estuvo negociando con las botas entre el fango durante dos meses y en dos ocasiones (2014 y 2015) con la misma minga indígena que bloquea la vía Panamericana. En aquellos momentos críticos—en que permaneció hasta veinte días durmiendo y comiendo en el mismo recinto donde se negociaba—tuvo que emprender camino a pie o en motocicleta para buscar a los jefes renuentes o evitar con el método de crearles una discusión sin interrupción a que se llegara a las vías de hecho.

El otro negociador, Humberto De la Calle, pasó seis años de su vida en un centro de convenciones de La Habana, Cuba, sacando adelante un acuerdo con la guerrilla de las Farc, que durante medio siglo causó las peores atrocidades en un conflicto cuya verdad, reparación y no repetición aún penden de un hilo pese a los esfuerzos en aquellos años (2010-2016) de los delegados del gobierno.

De la Calle—me dijo en una entrevista—estuvo muchas veces a punto de “tirar la toalla”, como los pugilistas, cuando las discusiones llegaban a un punto muerto. Pero lo que lo convirtió en tales momentos en un negociador tan competente como sus adversarios—maratonistas de la discusión en la selva—fue su capacidad de volver a empezar el asunto como la primera vez. También fue una lucha contra él mismo.

Gusten o no por razones políticas, estos dos hombres públicos, despliegan de sobra las dos cualidades de un negociador nato: Autoridad y capacidad dialéctica. Quien negocia debe imponer primacía, que no debe confundirse con el despliegue de fuerza, sino más bien con el imperio del respeto. Quien negocia debe tener disposición para las conversaciones prolongadas y ser infatigable a los diálogos circulares y sordos como vuelo de moscardones, a los insultos y callejones sin salidas en que terminan días enteros de confrontaciones y discusiones.

En relación con los insultos cuando se negocia, un best seller de finales de Los años sesenta escrito por Mario Puzzo, “El Padrino”, ilustra de forma contundente que tales ofensas no deben tomarse a pecho. “No es un asunto personal, son solo negocios”, diría Michael Corleone a sus secuaces para justificar una acción decisiva en contra del jefe de policía corrupto, McCluskey, y un advenedizo enemigo mafioso de apellido Sollozzo.

Por tales consideraciones, encontrar ejemplares preparados para negociar es difícil porque en América la incapacidad de mediar es herencia inveterada de un vasto territorio dominado y conquistado por la espada y la trampa. Sin la retórica de la mediación. Esa es nuestra herencia.

El proceso colonial como es apenas obvio no tiene antecedentes de buenas negociaciones. Los invasores llegaron a tomar posesión de tierras, riquezas y almas. Punto. Eso fue lo que impulsó al antiguo criador de cerdos y conquistador, Francisco Pizarro, a secuestrar al monarca inca, Atahualpa y cobrar uno de los mayores rescates de la historia que llegó a 82 toneladas de oro y 162 de plata. Después, sin embargo, ejecutó al emperador inca.

Por el contrario, otras naciones han dado muestras de la importancia de negociar. Los chinos y los japoneses—pueblos que han promovido grandes transformaciones en los últimos doscientos años—promueven en sus modelos de educación la figura del mediador para resolver conflictos. No en vano, Confucio, quien murió hace 2.500 años, es el padre de los actuales Comités Populares de Conciliación en China.

África—ejemplo moderno de lucha contra el Apartheid—ha sido además universidad histórica para los rancios países europeos y las potencias occidentales con sus Asambleas Vecinales, presidida por alguien con autoridad indiscutible sobre los contendientes.

Es destacable, en despecho de la escasa importancia que el país le ha dado a las negociaciones, el papel que cumplen los “palabreros” en las rancherías del áspero desierto de La Guajira. Durante años este gestor de paz ha representado la autoridad para dirimir los conflictos entre castas y familias por asuntos domésticos y de honor. Su estampa desborda esas dos cualidades ya mencionadas: autoridad y habilidad para la palabra.

Los antecedentes de negociacion en Colombia son escasos cuando no inexistentes. Y se remontan en los últimos cuarenta años a diálogos infructuosos con las guerrillas, auténticos adversarios del establecimiento. Porque las negociaciones logradas tras la Guerra de los Mil Días, como la de Neerlandia, por ejemplo, o la que dio paso a la creación del Frente Nacional, en los cincuenta, son acuerdos entre jefes de partidos políticos en disputa y no entre adversarios a muerte en sentido estricto. Han sido, por decir lo menos, arreglos y negocios entre iguales.

Heráclito y Aristóteles exaltaron los conflictos como promotores de los cambios. En el país hay de sobra muchos conflictos pero muy pocos avances. Valdría la pena preguntarse si ello se debe a que hemos tenido en abundancia adversarios que auspician tales conflictos y muy pocos hábiles y genuinos negociadores que al resolverlos promuevan los cambios esperados.

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Redacción Minuto30

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