El bien o perfección en que consiste cada ser humano, debería ser lo que nos estimule a reconocer en cada caso, qué información no se puede ni se debe transmitir –secreto natural y el profesional– y cuál debería difundirse más –comunicación del acierto. Para que la sinceridad sea una cualidad, se requiere vivirla responsablemente.
Si de modo constante, creciente y transparente, manifestáramos al interlocutor idóneo, en el momento y lugar adecuados, y con buena intención, lo que hemos percibido, pensado, comunicado y realizado, estaríamos facilitando que todos los implicados en cualquier reto, fuéramos mejores personas.
Este contexto nos prepararía mejor para obtener, no solo una información coincidente con lo que es, sino también la coherencia con los propios fines intermedios que hacen posible, en lo de cada instante, la realización del para qué de nuestra existencia.
La transparencia aporta referentes para el acierto en el modo de gerenciar las reacciones corporales y las tendencias psíquicas, porque de algún modo manifiesta la confianza en la capacidad constitutiva de la otra persona en cuanto humana, para reconocer que todo deseo debe encauzarse del modo que más facilite el mayor bien posible para cada miembro de nuestra especie.
La sinceridad nos aporta claridad para concluir que lo que más nos llena de gozo es ser solidarios, actitud que no surge sin el estímulo del reconocimiento de la fragilidad y la grandeza de nuestro ser y las de cada otro miembro de la familia humana.
La cultura antropológica, el orden mental y afectivo, y el conocimiento de sí mismo y de la otra persona, posibilitan la sinceridad que agiliza el modo de ayudarse en lo más nuclear y el acierto en la aceptación o rechazo según la libertad constitutiva, parcialmente expresada a través del modo propio de vivir lo externo.
Quien es sincero desarrolla altas competencias de comunicación, por el poder persuasivo de su sencillez, que suaviza todo contraste, centra en lo esencial direccionando impresiones y opiniones hacia el logro de conocimientos más consolidados, y fortaleciendo redes de apoyo con la impronta de personalidades mejor forjadas.
La sinceridad detona la buena cultura, al remplazar múltiples formas de egoísmo, orgullo, ordinariez, brusquedad, falta de autocontrol, inmadurez, ingenuidad, ignorancia, superficialidad, agresividad, inoportunidad e indiferencia, que hacen daño y agrandan la soledad de las personas.
La espontaneidad del sincero no es indeliberada como la del burro, sino la de quien se libera de la tendencia a dispersarse de sí mismo y de cada otro, porque se sabe, con coherencia teóricopráctica, que el mayor bien es la acogida entre personas.
Cuando alguien no es fiel a sí mismo en lo que honestamente concluye que es verdadero, causa una reacción de recelo, desconfianza e inseguridad en su entorno familiar y social, que fácilmente desemboca en insolidaridad, injusticia y disimulo.
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Al mentiroso le cuesta más reconocer la realidad y su voluntad se debilita para ser coherente y crecer en autoconocimiento; esto se agrava en la medida en que se contradice en verdades más profundas, hasta llegar al tema del sentido de la propia existencia y la de los demás; si no se es consecuente, no se tiene claro el bien de la humanidad propia y ajena, y es muy fácil hacerse daño y obrarlo en otros, usándolos en vez de servirles.
Con sinceridad, se aprende a descansar la propia intimidad en la persona amiga, el “yo” se enriquece en el “nosotros”, creciendo de modo exponencial en estímulos positivos para el pleno desarrollo humano.
La sinceridad es un requisito indispensable, aunque no suficiente, con el que nos apropiamos más de nosotros mismos para poder darnos.
En un mundo sincero se desterraría toda falsa felicidad y se lograría la de la posesión creciente y esperanzada, del bien más grande.
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