
Resumen: Un sentido homenaje a Monseñor Armando Santamaría Ortíz, quien dedicó su vida a brindar amor, educación y esperanza a niños desplazados por la violencia en Medellín. Su legado perdura en cada vida que transformó.
El pasado 01 de febrero falleció Monseñor Armando Santamaría Ortíz, mi papá. Lo conocí siendo un chico en las calles del centro de Medellín y me adoptó en mi niñez, fueron más de ocho años en uno de sus internados que me permitieron nacer de nuevo tras el desplazamiento por la violencia.
Las líneas de Rubén Darío, eran de sus preferidas:
“Juventud, divino tesoro, ¡ya te vas para no volver! Cuando quiero llorar, no lloro y a veces lloro sin querer. Plural ha sido la celeste historia de mi corazón. Era una dulce niña, en este mundo de duelo y de aflicción. (…) Más a pesar del tiempo terco, mi sed de amor no tiene fin; con el cabello gris, me acerco a los rosales del jardín”.
Crecí bajo el abrigo y la mirada bondadosa de Monseñor Armando Santamaría Ortiz. No fui su hijo biológico, pero en su hogar encontré amor de familia, educación y la oportunidad de soñar con un futuro diferente. Entre las paredes del internado Granjas Infantiles de Jesús Obrero, supe lo que era la compasión en acción, la generosidad convertida en vida. No era un simple benefactor, era un padre en el más profundo sentido de la palabra, un hombre que, con sus manos extendidas, nos dio más que un techo: nos ofreció dignidad.
Desde niño escuché sobre héroes que se hallaban privados de la libertad en la biblioteca del internado, acudía a su rescate y, a través de los días comprendí que los libros son sólo cartón y tinta que se convierten en arte sólo cuando alguien los lee.
La biblioteca del internado fue mi lugar preferido, allí conocí personajes que encarnaban la bondad y la lucha por los más desprotegidos.
Hoy entro de nuevo en la biblioteca, ese espacio de reflexión y memoria. Las estanterías llenas de libros que albergan sabiduría, historias y legados me invitan a caminar por sus pasillos. Mientras mis pasos acarician suavemente el suelo, mi mente comienza a remontarse al pasado, y es como si los personajes me hablaran de Monseñor Armando Santamaría Ortíz. Cada uno de ellos, en su propio modo, refleja lo que él fue para mí, para nosotros, los niños que tuvimos la suerte de recibir su amor y guía.
Desde una de las estanterías Victor Hugo me observa, con la mirada de “Los Miserables” y, Jean Valjean me brinda un saludo, el hombre que, tras una vida de sufrimiento, encuentra su redención a través del sacrificio y el servicio a los demás. En ese momento pienso en Monseñor Santamaría, quien también encontró su propósito en la vida en la entrega desinteresada. No buscaba reconocimiento, sino sanar heridas, construir una nueva realidad para aquellos de nosotros que habíamos sido despojados de todo por la violencia. Como Valjean, su vida fue una constante búsqueda de justicia para los más desfavorecidos.
Avanzo y en mis manos caen algunas páginas sobre Don Bosco de Eugenio Sales. Este santo, como Monseñor, comprendió el poder transformador de la educación. Don Bosco, que dedicó su vida a los jóvenes más vulnerables, vio en ellos no solo una oportunidad de enseñanza, sino de redención. Monseñor Santamaría, igual que él, creía que la verdadera revolución empieza en el aula, que el conocimiento es la llave para liberarse de las cadenas invisibles de la pobreza y la ignorancia. A través de su dedicación, nos dio las herramientas necesarias para imaginar un futuro mejor, tal como Don Bosco hizo con sus chicos en Turín.
Luego, me detengo ante “Matar a un ruiseñor” de Harper Lee, y veo en Atticus Finch la misma rectitud y el mismo coraje que Monseñor tenía para luchar por nosotros. Atticus, un hombre que, a pesar de vivir en una sociedad injusta, nunca cedió ante la presión. Como él, Monseñor nos enseñó a ser firmes, a mantener nuestros principios, a defender lo que es justo, incluso cuando las circunstancias parecían estar en nuestra contra.
Nos mostró que el valor no está en las grandes victorias, sino en los pequeños actos de justicia cotidiana.
Al caminar hacia otra estantería, veo un ejemplar de “La ciudad de la alegría” de Dominique Lapierre. Aquí el Padre Cristóbal dedica su vida a los desposeídos, entregándose sin esperar nada a cambio. Monseñor Santamaría hizo lo mismo: su vida fue un sacrificio diario por el bienestar de los niños que llegaron a él, buscando refugio de un mundo cruel y violento.
Nos enseñó que el amor verdadero no espera recompensa, y que nuestra existencia encuentra su sentido cuando la dedicamos a servir a los demás.
Más adelante, encuentro un libro sobre San Francisco de Asís, escrito por Chesterton. En su vida, San Francisco renunció a todo lo que tenía para caminar junto a los más necesitados. Monseñor, aunque no vivió en pobreza extrema como Francisco, renunció a muchas de las comodidades de la vida para dedicarse de lleno a nosotros. Era un hombre cuya riqueza no residía en lo material, sino en su capacidad para amar sin reservas, para entregarse sin condición.
Desde un rincón me esperan con ansias “Los hermanos Karamázov” de Fyodor Dostoyevski. El Padre Zósima, uno de los personajes más iluminados de la literatura, afirma que el amor no es una teoría, sino una práctica diaria. Monseñor Santamaría era un Zósima en la vida real. Su amor no era algo que predicaba desde un púlpito, sino que lo vivía en cada acción, en cada gesto, en cada conversación. Para él, amar no era una opción, sino una obligación moral, una responsabilidad colectiva.
De repente tropiezo con “La peste” de Albert Camus. En sus páginas, el Doctor Bernard Rieux lucha contra una realidad que parece imposible de cambiar. Me detengo a pensar en Monseñor y su incansable lucha contra la miseria, la violencia y la desesperanza. Como Rieux, él nunca aceptó la idea de que el destino estaba sellado para nosotros. Creía en nuestra capacidad de cambiar, de crecer, de elevarnos por encima de nuestras circunstancias.
Cada niño rescatado y cada vida transformada, era una victoria frente a la adversidad.
Más adelante, paso junto a “Historia de dos ciudades” de Charles Dickens. Sydney Carton, que sacrifica su vida por un bien mayor, me hace pensar en la entrega incondicional de Monseñor. Aunque Monseñor no dio su vida en un sacrificio literal como Carton, sí sacrificó su tiempo, su energía, su bienestar. Su vida fue un testimonio constante de servicio, y en esa entrega sin medida encontramos la fuerza para seguir adelante.
Al fondo del pasillo escucho cabalgar a “Don Quijote de la Mancha” de Miguel de Cervantes. Don Quijote, ese caballero que luchaba contra molinos de viento, en un esfuerzo por transformar un mundo que le parecía injusto. Monseñor, como él, luchaba contra los molinos de la pobreza y la violencia, pero sus armas no eran lanzas ni espadas, sino la educación, la compasión, la perseverancia. Con su ejemplo, nos enseñó que incluso cuando el mundo parece estar en nuestra contra, la lucha por la justicia y el bien siempre vale la pena, o mejor aún, vale la dicha.
Mi corazón se acelera tras notar la presencia de “Crimen y Castigo” de Dostoyevski, y por medio de sus páginas pienso en la vida de Monseñor como la de Raskólnikov. No en el sentido del crimen, sino en el del arrepentimiento, la redención, la posibilidad de cambio. A través de su trabajo con nosotros, Monseñor nos ofreció esa redención. Nos mostró que, aunque fuéramos jóvenes perdidos en un mundo lleno de dolor y violencia, podíamos encontrar un camino hacia la paz.
Frente a mí, y generando un poco de nostalgia, “El viejo y el mar” de Ernest Hemingway. En su personaje Santiago veo la figura de Monseñor: un hombre que, aunque marcado por la vida y el tiempo, nunca dejó de luchar. Santiago se enfrenta al mar, con una perseverancia inquebrantable, tal como Monseñor se enfrentaba a cada desafío, por más grande que fuera. No se rendía, porque sabía que nuestras vidas serían el reflejo del amor de Dios.
El eco de estos personajes se hace más fuerte en mi mente.
Cada libro que tomo en mis manos me recuerda una faceta diferente de Monseñor Santamaría:
La de un inquebrantable Jesús de Nazaret, que no dejó de luchar por los ideales en los que creía; la de Martin Luther King Jr., que, con su fe inquebrantable en la humanidad, luchó por la igualdad y la justicia. Como Mahatma Gandhi, que predicó con su vida la resistencia no violenta, Monseñor nos enseñó que la verdadera fuerza no está en la confrontación, sino en la paciencia y la perseverancia.
Su liderazgo no era autoritario ni distante, era un liderazgo desde la ternura, desde la cercanía, donde cada niño encontraba en él un refugio seguro.
Finalmente, salgo de la biblioteca. Monseñor Santamaría no fue una figura ficticia ni un héroe lejano. Su vida, marcada por la dedicación y el amor a los demás, es el más grande de los legados. Él no necesitaba un libro escrito sobre él, porque sus acciones hablaban por sí mismas. Y mientras me alejo de la biblioteca, sé que su legado vive en cada uno de nosotros, sus «hijos», que aprendimos de él que el amor, la educación y la pasión son los cimientos más poderosos para cambiar el mundo o, para que al menos, el mundo no nos cambie a nosotros.
Él no buscaba caridad pasajera, sino transformación duradera.
En cada libro que nos ponía en las manos, en cada oportunidad educativa que nos brindaba, sembraba semillas de futuro, convencido de que la verdadera revolución comienza en la mente de un niño que aprende a creer en sí mismo.
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