Estamos en medio de un vendaval de mentiras. Todos los días las oímos, las leemos o las vemos en boca de sus imperturbables autores. Son tantas y de astutas estructuras gramaticales y torceduras semánticas que las miradas rápidas o la aceptación a la ligera terminan condenándonos a ellas.
Y esto no es peligro menor, pues miente el rey Juan Carlos I de Borbón; miente su hija la otrora Infanta, Cristina; mienten directivos deportivos y los deportistas; mienten cineastas y actores; mienten columnistas y activistas digitales; mienten periodistas y locutores; mienten ministros y pastores religiosos. Mienten—quién lo creyera—fiscales y sacerdotes; mienten abogados y jueces; mienten políticos y militantes; militares y policías; republicanos y demócratas; rojos y azules; mienten agazapados y tibios; mienten magnates y empresarios…
La lista es interminable y se remonta a los albores de la prehistoria. Y no es broma, pues la mentira, embuste o bulo requiere el concurso de arqueólogos, antropólogos y lingüistas para tener una mediana comprensión de un tema complejo en el que suele reflejarse el alma humana.
Es unánime, como lo recuerda Yuval Noah Harari en su libro “De animales a dioses” que la Revolución Cognitiva le permitió a un hombre hablante, que alertaba “¡cuidado con el león!”, crear después uno de los mayores inventos que permitió la supervivencia colectiva de la humanidad: la ficción. Gracias a la ficción el lenguaje entró al ámbito del mito cuando el hombre pudo decir: “El león es el espíritu de nuestro pueblo”. Todo cambió desde entonces, porque el lenguaje determinó nuestra inteligencia y la comprensión del mundo.
Y allí, gestando dicha revolución de la inteligencia, estaba el chismorreo. No es otra broma, pues el chisme permitió 70 mil años atrás que la comunidad se conociera y a los jefes de los clanes determinar lealtades, alianzas y traiciones. Estas habladurías que se referían a cuestiones privadas y ajenas fueron, sin duda, el caldo nutritivo donde prosperó la mentira.
Un hombre más inteligente es un hombre con férreos marcos mentales, como llama el lingüista, George Lakoff, a las estructuras del conocimiento que moldean la manera como vemos el mundo. Y como lo pensamos, por supuesto. Desde las metas que nos trazamos, las posiciones políticas que asumimos y hasta los lugares y libros que nos gustan. Todo.
Entonces, ¿cuál es el problema? Pues que eso lo saben muy bien los mentirosos—en general de manera intuitiva—y aprovechan nuestros marcos mentales para elaborar sus bien apertrechadas mentiras que terminamos creyendo sin mayor resistencia.
Lakoff explica el formidable ejemplo de la política. Él dice que ésta se organiza alrededor de dos modelos opuestos e idealizados: el del padre estricto y el del padre protector. Los políticos de derecha venden en general sus ficciones del padre estricto y los políticos progresistas el del padre protector. Privatizar empresas públicas vs. estatalizar; restringir las libertades individuales vs. liberalizarlas. Libre competencia vs. Subsidios públicos. La gente termina creyendo incluso las mentiras que cualquiera de estos extremos elabore, solo porque dichos embustes apelan a sus marcos mentales, reforzándolos.
Y como la condición vital de un mentiroso es que siempre está dispuesto al embuste y a componer sus mensajes para el beneficio propio, pues el campo del engaño será fértil en cualquier estación.
Un rasgo secundario del embustero es que no temen a la incoherencia si, en todo caso, hablan a los marcos mentales de sus espectadores. Incurrir en contradicciones no es un problema suyo sino de sus críticos que tratan de demeritarlo. Por eso la mentira entraña un peligroso relativismo moral y ético que desacredita los fundamentos de la sociedad.
En todo este entramado de mentirosos y crédulos, ¿qué papel juegan dichas audiencias que, con todo y sus marcos mentales, creen en los engaños? Si las mentiras son como las alas de la criatura, el aire que las insufla y les da un vuelo de vértigo son aquellas audiencias sin capacidad crítica para reconocer el bulo o esas masas que son incautas a la avalancha de tergiversaciones intencionales que consumen a diario.
La mentira prospera donde hay creyentes con necesidad de creer. Y la necesidad es la tierra fértil de la engañifa. En medio de las carencias y el afán por superar sus dificultades, el ciudadano, el enamorado, el votante—llámelo como quiera—desea creer, y, por tanto, se entrega fácilmente. Al que venga y se lo diga ahora, mañana o cada cuatro años.
Y así, las mentiras no solo son engaños que pesan y alientan resquemores y odios, sino que se convierten en hechos concretos que indignan: hablar de pueblos con dos acueductos en el papel y ninguno en la realidad, como en el tristemente célebre municipio de Tasajera; referirse a ciudades como Medellín con la costosa Biblioteca España, hoy un elefante blanco en una comuna llena de necesidades; o, para no incurrir en una lista fácilmente extenuaste, recordar lo ocurrido en Girón, en donde uno de sus exalcaldes construyó también una biblioteca a la que llamó de modo pomposo Gabriel García Márquez, para no depositar un solo libro en sus estantes.
En todo este sartal de ignominias tiene, creo yo, gran responsabilidad el engañado, que parece seguir creyendo a los mismos mentirosos de siempre. La justicia del país suele ser indulgente con los responsables de estos engaños. Por eso la responsabilidad se relativiza también y así la mentira termina escurriéndose, al responsabilizar a los demás de los desaciertos, olvidándose del embustero. Por eso, el mentiroso se multiplica con facilidad y se ha validado como expresión de arrojo y audacia que lleva al éxito, y la costumbre cómplice premia a estos aventureros viles con una práctica que parece cada día más aceptada: la charlatanería.
Por eso, la charlatanería es el parque de diversiones de la mentira. El charlatán bastardiza el lenguaje, lo vulgariza y, si se quiere, lo desdibuja a su beneficio o el de su empleador. Pero entre los charlatanes y sus palabrerías hay niveles que valen la pena identificar, porque en esos matices ellos se refugian. Se ocultan en conceptos que les permiten agitar las aguas para hacerlas lucir profundas.
Son técnicos y bilingües, gramáticos osados y seres anecdóticos que no le temen al ridículo. Hablan del amor, del emprendimiento, de psicología, de sexualidad y de pandemias con apabullante seguridad. “Mentir es un maldito vicio”, decía Michel de Montaigne. Por eso los embusteros son viciosos y los primeros creyentes de sus engañifas. He ahí su poder persuasivo.
Hoy más que nunca, el papel que juegan los medios en desnudar las mentiras es importante. Pero para ello se requieren medios comprometidos en la búsqueda de la verdad—la antípoda de los engaños—que siempre y sin fatiga hagan las preguntas importantes e impertinentes.
A mediados del siglo pasado, por ejemplo, había tres periódicos destacados en el país: El Tiempo, El Espectador y El Siglo. A los lectores de entonces les bastaba con leer las primeras páginas de cada ejemplar para convencerse de que vivían en tres países diferentes. Hoy por cuenta del mundo digital nos enfrentamos a infinidad de versiones de nuestro mundo.
Pero hay un arma extraordinaria para vencer. Por más robusta que sea una mentira, éstas suelen desmoronarse con las preguntas. A los mentirosos no les gustan las preguntas porque los enfrenta al desafío mayor: decir otras mentiras para justificar las primeras y, al final, hacer un despliegue formidable de buena memoria.
Si con razón los teóricos sociales señalan a los medios de ser propagadores o amplificadores de mentiras es precisamente porque no están haciendo las preguntas que deben o formulan aquellas que no importan ni aportan a desestructurar las patrañas de los embusteros. “Los periodistas tienen la obligación de darse cuenta de cuándo les están engañando y de negarse a seguirles la corriente”, advierte George Lakoff.
El reto es mayúsculo, pues en los últimos años se han creado miles de medios digitales. Es más, los medios tradicionales han abandonado la tinta y el papel para converger en dicho mundo digital. Pero eso no quiere decir que con ellos migren también la credibilidad o la percepción de verdad que generan. Ese capital ha sido rebasado por una comprensión más amplia que los nuevos consumidores tienen sobre los dueños de estos medios y sus intereses políticos. Entonces, vale la pena preguntarse: ¿quiénes tienen el deber de hacer las preguntas que destruyan las mentiras?
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