Más de medio siglo hace que Colombia padece una crisis profunda en su justicia, como también en el poder legislativo y quizá el fenómeno sea universal, pues en Italia, España, Argentina y Venezuela, las más importantes instituciones democráticas no andan bien. No se crea que la actual postración de las bases y cúpulas judiciales y su cada vez más acentuado desprestigio es de los momentos actuales del tercer milenio. Tenía quien esto escribe escasos 7 años y ya escuchaba las quejas sobre las crisis institucionales parlamentarias, judiciales y del poder ejecutivo.

Alboreaba la gran década del 60 cuando el gran escritor y empresario cafetero, Luis Guillermo Echeverri Abad, se despachaba contra la horrorífica situación del congreso colombiano y la desvergüenza de la forma en que los magistrados y jueces impartían justicia. Dijo el egregio hijo de Jericó (Ant.), que “la justicia en Colombia ha perdido la elegante nobleza de sus perfiles ilustres. Ayer no más marchaba por senderos anchurosos, majestuosa, respetable, respetada, digna, hermosa. Ayer era el orgullo de los colombianos y el patrimonio moral más noble de los ciudadanos. Servía al ejemplo en América y era nuestra fiadora en el mundo”.

Reflexión y análisis requieren aquellas palabras del eximio lírico antioqueño, así percibía el poder judicial Echeverri Abad cuando no había llegado a convertirse en la cloaca inmunda que expele podredumbre y corrupción en sus más altas cúpulas y en no pocos sectores de la base piramidal. Así se expresaba el ejemplar ciudadano y el consagrado escritor del suroeste de Antioquia de los magistrados y jueces de la época. Qué diría, cómo tildaría hoy la administración de justicia colombiana que anda en los más hondos e insondables niveles de descrédito, desconfianza en sus fallos e inseguridad jurídica extrema.

Nuestra sociedad sobresaturada de tecnología, hastiada de comunicación, desmesurada en publicidad y marketing, que promueve la más vulgar mercantilización de todo cuanto existe, expuesta al más desagradable e inhumano consumismo, anestesiada en sus valores más milenarios y humanos de la raza racional, fría en el trato entre hombres y mujeres del planeta, igualmente ha traspasado esta epidemia a las instituciones que mantenían el orden, la armonía y la convivencia ciudadanas. La desestabilización del conglomerado social actual es el producto inequívoco de la insensibilidad a la que han llegado los humanos de hoy. Evolución y no involución es lo que necesita el mundo actual en la religión, educación, justicia, salud y demás actividades de las personas presuntamente civilizadas.

Un mirar hacia atrás en muchas actividades sería saludable para la esquizofrénica y esquizoide sociedad actual; un regreso hacia lo simple, a lo cotidiano, a lo sencillo, a lo que de verdad es trascendente para la humanidad urge a las generaciones sobrevivientes. No es problema de leyes, sino de hombres cultos, decentes y probos lo que necesita la justicia en tiempos actuales. Una reforma clamorosa necesita nuestra rama judicial hace muchas décadas; varias han sido las frustradas reformas y retoques muchos en el balance de los últimos años. Desbarajuste total hay en la pirámide de la justicia; en la base hay apatía, desdén e incuria para administrar recta, proba y cumplida aplicación de la ley.

Muchos, no todos, de los magistrados se convirtieron en mercaderes de intrigas, ambiciones de poder y ansias infinitas de enriquecimiento súbito. Qué distintos son los que hoy imparten justicia a aquellos sencillos, humildes y empíricos, pero nutridos de sentido común, de intuiciones, de sabiduría, como eran los jueces de provincia y de apacibles ciudades de décadas atrás; secretarios autodidactas, oficiales y escribientes cultos, leídos, maduros y serenos eran aquellos que impartían justicia por medio de autos y sentencias sesudos, ponderados y ajustados a la ley, sin que por ello hayan tenido que pasar por una facultad de derecho.

Los jueces de pueblo, los que llegaban a las aldeas para discernir justicia, eran además de ejemplares y probos hombres en sociedad, estudiosos de la ley y devotos apóstoles de la augusta y majestuosa justicia. Respeto, admiración y cariño se ganaban aquellos y bonachones juzgadores de aldeas y villorrios, El análisis desapasionado de las pruebas y su aplicación de la ley al caso concreto eran objetivos y fines supremos del juez promiscuo o municipal; los del circuito eran a su vez más eruditos y consagrados aplicadores de la ley que muchos magistrados vanidosos y henchidos de orgullo del presente.

El poder de síntesis, una asombrosa hermenéutica jurídica y providencias equitativas y justas producían los jueces legos y profesionales del siglo anterior. Llegaban a la madurez y vejez sin haber sido jamás tildados de venales o incompetentes; gozaban de su jubilación rodeados de admiración y aprecio de sus conciudadanos. Patriarcales eran los jueces de antes, acertadas e incuestionables se tornaban sus decisiones judiciales; no los movía jamás el ánimo de lucro, sus proveídos no encontraban el ánimo de dinero que no fuera su salario, por demás nada excesivo.

Corremos traslado a los legisladores de los años presentes de las palabras del ilustre abuelo del actual consejero presidencial, Luigi Echeverri, que han de estudiar la reforma a la justicia que pretende en 2018 y 2019 convertirla otra vez en augusta y majestuosa: “Nos obliga ahora a nosotros a buscar ese espejo perdido, limpiarlo de la mugre para que, colocado en la Corte Suprema de Justicia, quienes allí concurran y tengan investidura de aplicar el derecho, puedan advertir las deformaciones y desfiguraciones causadas por las fatales incursiones del microbio del mal, que trocó el cuerpo de la justicia anémico, extenuado, maltrecho, deformado porque lo destrozaron para restarle vigor y solidez”.

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Redacción Minuto30

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