Buena parte de la teoría educativa y el sentido de la cultura, se puede evaluar en términos de la armonización entre las perfecciones que nos constituyen y la dirección que tomamos en el rastreo de nuestro pleno desarrollo humano, que siempre pasa por el respeto completo e incondicional, a nosotros mismos y a todo otro miembro de nuestra especie.
Hay fenómenos que inician en nuestro cuerpo y estimulan reacciones espirituales o afecciones, que a su vez detonan impulsos físicos que podrían sorprendernos y a los que no siempre logramos llegar a tiempo para darles un direccionamiento más aportante al desarrollo personal propio y de otros.
Por la unidad de nuestro ser, cuando hay suficiente salud y madurez biológica, se evidencia mejor la gran armonía entre la materia y el espíritu, perfecciones diferentes -la materia constituida por partículas de energía y el espíritu que es una realidad simple, sin posible descomposición, como se deduce de sus manifestaciones-, y constituyentes de todo ser humano del universo conocido.
Al aumento de la intensidad de la unidad corporeoespiritual en que consistimos, es hacia donde podemos direccionar nuestra conformidad con nuestro sentido o razón de ser, a través de nuestras decisiones, actitudes y obras.
Un síntoma de madurez humana es tomarse el tiempo de reflexionar sobre lo sucedido, correlacionarlo con la situación actual y direccionarse asertivamente hacia el futuro. Esto demanda alejarse de riesgos de situaciones que puedan ser ocasión de que se nos salga de nuestras propias manos la gestión más inteligente y acogedora de nuestro ser.
De este modo, no querremos hacernos daño ni hacérselo a otros, y además, no nos contentaremos con evitar lo negativo, porque eso no basta ni garantiza, que alcancemos el bien mayor, el que requerimos para ser lo felices que es posible según quiénes somos.
¿Qué es lo que en lo más hondo de nuestro ser queremos y cómo lograrlo? La respuesta a esta pregunta debe ser de la sociedad entera y por eso es necesaria una buena formación humanística en cada uno según su capacidad racional.
Para que uno en la sociedad facilite a todos los miembros de nuestra especie su pleno desarrollo humano, es necesario que se enseñe antropología filosófica, historia, literatura y otros campos de las humanidades, y que apliquemos lo más avanzado a lo que tengamos acceso en estos temas, en la totalidad de nuestros actos, formas de relacionarnos e instituciones, comenzando por la familia y la vida laboral, avanzando así en el desarrollo de cada ser humano, alcanzable también a través de estas formas de vivir en comunidad, con beneficio local, global, transtemporal y transcultural.
En este empeño educativo valdría la pena responder a preguntas que nos ayuden a comprender mejor qué es lo superior o más perfecto en nuestro ser, con lo que nos es posible, por ejemplo, captar el valor (el bien) en la toma de decisiones, entendiéndolo como la mayor perfección posible en cada ser, y el mal como lo que falta cuando no sea elegida, diligentemente procurada y alcanzada, la perfección mayor.
Esta capacidad hace posible armonizar todo lo que nos constituye de modo eficaz, haciéndonos mejores personas con el acierto en la elección y ejecución de las opciones sobre el modo de vivirnos.
Esta unidad es la que, al fortalecerse, aumenta la intensidad de vida que algunos denominan “humanización” o “desarrollo humano” y, al debilitarse, hace deficiente nuestro sistema inmunitario de protección de nuestro ser, amenazando la posibilidad de vivir según el propio sentido existencial deducible de nuestra perfección o humanidad.
Al contradecir el bien que somos, no solo podemos quedar inermes ante el daño que nos podemos hacer a nosotros mismos, sino también nos convertimos en una amenaza social incluso para los seres a los que más debemos aportar lo mejor de nosotros mismos.
Incluso cuando en la mayoría de las sociedades se cae en estos errores de negarse el respeto de sí mismos y el sentido de la propia existencia, el impacto en sí mismo y en los otros puede llegar a ser mortal, cometiendo errores como el de decir que, en nombre de la autonomía, se destruye la autonomía y a su dueño, como sucede en los casos de suicidio asistido y eutanasia, en que se da más valor a huir de sí mismo que a sí mismo.
O se decide hacer daño a otro. El mayor daño queda en quien obra mal, porque afecta negativamente lo más hondo de su ser, desde donde decide libremente despreciar el mayor bien posible para él mismo y para otros seres humanos.
Un ejemplo de esto es el aborto, en que se pretende justificar lo injustificable: destruir a los más inocentes e indefensos con argumento de que somos autónomos, como si el derecho a defender la realidad de ser autónomos nos diera derecho a usar mal la autonomía y a imponer a los demás su mal uso, denominándolo “nuevo derecho”.
La determinación de suponer que si difundimos un mal que hemos hecho será menos malo por ser común y por lo tanto nosotros más buenos, es coincidente con una fantasía carente de la lógica más básica, a la que también se falta dando por hacho que acertamos descoordinándonos internamente en la relación que debe ser directa, entre identidad deducible de nuestra propia constitución corporeoespiritual, cultura, sentido de nuestra existencia, coherencia y libre desarrollo de la personalidad.
Realmente es lógico proteger la inmunidad del propio sistema de defensas de nuestro ser que hace posible que alcancemos siempre el bien mayor, contra toda tendencia a la pretensión de falsa justificación, y que rectifiquemos cuanto antes del modo más completo que todavía sea posible; así seremos coherentes con el bien que somos y, deducible de este, el que merecemos y debemos intentar alcanzar, también por el derecho de los demás -fundado en sus humanidad y sus necesidades-, a nuestro mejor aporte.
Rectificar es el mejor polo a tierra para no dejar de tener presente quiénes somos, porque ese es nuestro punto de apoyo para alcanzar los mayores bienes. Conociéndonos con una formación humanística más completa y coherente, acertamos más en nuestras elecciones cumpliendo así la razón de ser de la capacidad de decidir, de la que se deriva la mejor salud física y psíquica posible, y la vitalidad espiritual acrecentada con una autogestión que tenga como efecto la madurez como personas, miembros de familia, de una sociedad, una especie y corresponsables de todo esto, las generaciones futuras y nuestro entorno.
El bien es atrayente por sí mismo y, viviéndolo armónicamente -de modo responsablemente libre-, alcanzamos todo lo que nos corresponde según somos y seremos, gestionando con mejor cultura el libre desarrollo de nuestra personalidad y la de quienes pueden recibir nuestra influencia más positiva.