Jaime Jaramillo Panesso

El deporte nació para formar guerreros en Esparta, la ciudad estado de la Grecia antigua. Esos deportes como la jabalina, el arco, el atletismo y sus distintas velocidades y espacios hacían parte de la educación militar de entonces, obligados a la defensa o al ataque de sus vecinos. Con el tiempo esa disciplinas se convirtieron en deportes olímpicos y a su alrededor se sumaron las demás expresiones deportivas como el futbol, el más grande espectáculo que copa los órdenes locales, nacionales y mundiales.

Jaime Jaramillo Panesso

Jaime Jaramillo Panesso

Los equipos de futbol reúnen a miles de seguidores a los cuales también se les califica de fanáticos, denominación que encierra un cierto grado de capacidad hostil hacia otros fanáticos, seguidores de otros equipos que, como toda agrupación exaltada, tienen banderas, consignas, cantos, signos tatuados, camisetas, banderines, escudos, etc. Se parecen muchos a la militancia de los partidos políticos y a las sectas religiosas. Los humanos necesitamos estar agrupados cuando tenemos intereses qué defender o qué extender. En eso nos parecemos a las manadas o a las termitas, guardadas proporciones.

Desde hace varios años, los colombianos somos testigos de las batallas campales entre los hinchas de los equipos del fútbol rentado y de cualquiera de las categorías en que encuentran clasificados. Mientras más popular es un deporte, más tiende a exaltar las pasiones de confrontación. El origen social de los jugadores de futbol, en su mayoría, es el mismo de las barras bravas cuyos componentes o militantes no aman el deporte o su equipo. Lo que persiguen es al enemigo de clase, es decir, su enemigo de bandera, de colores, de barriada. La barra brava no sigue a su equipo porque lo lleva en el corazón, sino que lo sigue a donde va porque allí hay enemigos para combatir. Para lograr  alcanzar el campo de batalla que puede ser la tribuna del estadio, las calles aledañas o las esquinas de su barrio, los fanáticos no solo se envuelven en su bandera o en sus pasacalles, sino que se arropan con el humo incandescente de la marihuana y del bazuco que, como lo hacen los indígenas (es herencia) llegan al trance, al sublime trance de la guerra y del sacrificio.

De manera que no es el fútbol. Es la cultura de la barra brava y combatiente que se alza lujuriosa y guerrera contra el enemigo que es el hincha de otro equipo. Si no encuentra a su rival natural, entonces lanza su violencia contra los bienes públicos y privados que encuentre a su paso de langosta borracha de pasión. Y esto viene de atrás. El 9 de julio de 1944, por ejemplo, jugaban en el estadio Los Libertadores, en terrenos a los que hoy ocupa la UPB, los equipos Medellín y Huracán, campeón y subcampeón respectivamente. Huracán entró a la cancha a las cuatro pm con siete jugadores. El público protestó y a los cuarenta minutos de espera de no salir el otro equipo, los fanáticos de la tribuna de sol se abalanzaron contra las mallas y las porterías, las destruyeron, mientras los jugadores huían. La policía entró a desalojar a los vándalos. Desenfundaron algunos agentes sus armas de fuego y dispararon contra la multitud. El comandante de la policía municipal, Pablo Ortega, entró a la gramilla y le quitó el revólver a uno de los agentes. Pero la gente lo  acusó de disparar porque lo vio armado. Resultado: cuatro muertos y seis heridos, entre ellos un niño. Las instalaciones destruidas y buena parte de los asistentes en pánico. Ortega fue destituido,  procesado y condenado a cuatro años de penalidad. La irresponsabilidad de los jugadores que no se presentaron a cumplir su deber, no se sabe si por razones alcohólicas o laborales, dieron pie para este estallido brutal de la fanaticada y la acción policial.

Buscar las causas de la conducta de las pandillas futboleras en el mismo fútbol es desconocer dónde viven, comen y pelean diariamente los jóvenes de las barras. Castigar los estadios con el cierre del espectáculo es más fácil que establecer un equipo permanente de maestros, sicólogos, trabajadores sociales, abogados y profesionales de conflictos que dediquen su accionar durante varios años a desentrañar esa caverna y socializar a niños y jóvenes en el embrión de este tipo de violencia, convocando la compañía de la sociedad civil de las comunas y completando el cuadro con una policía especializada y ejecutiva. Mientras tanto enterremos a los jóvenes que son víctimas del enemigo, por usar una camiseta verde o rojiazul, que ya no podrán escuchar el grito del gol, emoción suprema de quienes amamos el fútbol  por la redondez de la número cinco y no por el calibre 38 o el puñal del homicida.

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Redacción Minuto30

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