La coyuntura política sobre la revocatoria ha suscitado, o mejor, debe suscitar un debate sobre el modelo de ciudad que habitamos, refiero modelo más que en una perspectiva de planeación territorial desde un punto de vista cultural en el que valdría la pena llamar el ideal de ciudad. Se enfrenta al alcalde un sector que ha construido un modelo de ciudad basado en el ideal ilustrado de una elite progresista que ha tratado de armar una ciudad del tamaño de su aspiración esnobista de cultura paisa y, sobre todo, en la lógica de sus negocios.

Muchos son los motivos en el pasado para sentir orgullo del legado industrial, que proviene de la bonanza cafetera producto a su vez de la colonización paisa. Así la capacidad de los antioqueños para superar con obstinación la dificultad del paisaje, la geografía y la historia, para innovar es, necesariamente un motivo de orgullo, pero también de reflexión.

Esa identidad de lo paisa está construida también sobre una lógica clasista de exclusión, una riqueza construida con el trabajo, la tierra y la sangre de negros, indígenas y campesinos pero que no les reconoce y les mantiene marginales y que además una vez constituidos en obreros a fuerza de la industrialización les obliga a sentirse orgullosos del poder económico que los emplea, claro, como si fuera un favor.

Ese mismo poder económico convirtió, la vocación económica de la ciudad en una de servicios acudiendo al impulso neoliberal de destruir la industria en los países sin ventaja competitiva apoderándose al tiempo de las estructuras de servicios públicos, como había pasado en el mundo, trasladando el capital a servicios financieros y en la privatización de servicios públicos como la salud y la seguridad social, además del control vía captura de lo público de la empresa de servicios públicos domiciliarios de la ciudad.

Ese poder económico ha devenido en un monopolio que se constituyó en la hegemonía no solo económica sino cultural y política, apoderándose de todos los aparatos creadores de sentido cultural pues tienen su propio periódico, su universidad, su equipo de futbol, su sistema de altruismo y también, hay que decirlo, su propio ejército pues el fenómeno de dominio paramilitar y narcotraficante tiene poderosas líneas de comunicación con esa riqueza. Una elite completa que esta, bastante lejos de ser una alianza para el progreso y más bien se acerca a un contubernio aferrado al pasado que como todos los monopolios anula la competencia y anula el valor de la economía a la misma velocidad que lo genera.

Esa hegemonía cultural ha permitido la creación de una burbuja ideológica, un enroque parecido al accionario que generaron los accionistas del GEA, que hace pensar que solo existe una Medellín, la de quienes la han dirigido hasta ahora. Cabe anotar que esta burbuja ha prefabricado hasta su crítica, dando lugar a una critica admitida como rebeldía adolescente a la que se la ha permitido llevar el pelo más largo y no usar correa, pero cuya virtud radica principalmente en su tibieza e incapacidad de cambiar cualquier cosa más allá del tono.

En ese orden de ideas el problema con Quintero es estético, de clase si se quiere, pues el alcalde es un advenedizo, un mazamorrero que le está saqueando la mina a la que tienen derecho natural, una caranga resucitada que no pueden soportar y al que le van a hacer la vida imposible por no poder convertirlo a su imagen y semejanza como han hecho con otros lideres políticos.

Quintero por tanto representa la destrucción de Medellín, de la Medellín de la burbuja de privilegio creada alrededor de una idea de lo paisa, de lo antioqueño, que ha excluido y marginado a las mayorías, en ese sentido su destrucción implica la construcción de lo nuevo, del futuro que sin duda deber ser la ruptura de esa hegemonía para que nosotros, los otros, la otra Antioquia puede reconcebir el sentido de lo paisa y sentirnos todos orgullosos. Estallar esas burbujas trae tormentas, pero estamos listos para asumirlas. El futuro es imparable.

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Redacción Minuto30

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