Desde siempre se ha escrito y debatido, en relación con los ajustes normativos que demanda la justicia en nuestro país: desde las llamadas reformas estructurales hasta los simples cambios legales de carácter procedimental por coyunturas.
Recordemos en la historia reciente, particularmente cuando se discutió -entre una de tantas- el tema de la mora y la carga laboral de los despachos judiciales, en la que se evidenció particularmente un desequilibrio en el reparto de asuntos para conocimiento de los juzgados municipales especialidad civil, en razón a la cuantía, y de allí, como salvadora emerge la Ley 572 de 2000 (que modificó el artículo 19 del Código de Procedimiento Civil) pretendiendo equiparar cargas de reparto con los juzgados del circuito, definiendo con precisión la llamada mínima, menor y mayor cuantía.
No obstante lo anterior, luego de doce años de vigencia, esta solución tampoco ha permitido obtener los cambios de fondo que se han requerido, y cuando hablamos de cambios de fondo, además del impacto al despacho judicial en particular en temas de producción, es el cambio real a la tangibilidad para el usuario del concepto de administrar justicia, partiendo del principio que esta debe ser pronta, cumplida y eficaz.
Nuestra Constitución Política (ratificado además por la Ley 270 de 1996) es clara al prescribir en su artículo 228, que “los términos procesales se observarán con diligencia y su incumplimiento será sancionado…”, y ello no puede convertirse solamente en buena poesía, sino en realidades perceptibles por los ciudadanos, cuya labor de seguimiento corresponde en general a los usuarios del sistema: A nosotros.
En esta línea argumentativa, hemos sido siempre unos convencidos -con conocimiento de causa- que existe una evidente y cruda realidad; lo que debería ser una excepción se ha convertido en una regla general: la mora judicial. Por ello, -así lo creemos- el legislador en su función constitucional y pretendiendo agilizar la resolución de las causas judiciales (para los asuntos en los que aplique la preceptiva legal), determinó a través de la Ley 1395 de 2010 que el juzgador en primera instancia luego de integrada en debida forma la litis, cuenta con un (1) año para proferir sentencia y a su turno la segunda instancia con seis (6) meses para lo propio, so pena de perder automáticamente la competencia para seguir conociendo del asunto, debiendo remitir el expediente al juez en turno, quien a su vez debe proferir la respectiva sentencia en un plazo no mayor a dos (2) meses. [pullquote]los destinatarios del servicio de justicia están a la espera de la pronta, cumplida y eficaz administración de justicia, partiendo del principio de seguridad jurídica[/pullquote]
Así pues, en el evento en que el juez no de curso a la orden legal, cualquier actuación que emane de allí adolece de nulidad insaneable, en el tránsito cercano con el derecho disciplinario.
Esta normativa, por supuesto que la hemos celebrado y generó ansias cuando ya se aproximaba la expiración del plazo que viene de indicarse, y bueno, estábamos preparando los protocolos internos que todo litigante debe agotar, a la espera del cambio de Juzgador de no pocos asuntos, sin embargo, con sorpresa, y contrario a querer entregar herramientas para una justicia real y cercana al ciudadano, el pasado 16 de junio de 2011, fue sido sancionada la Ley 1450 “POR LA CUAL SE EXPIDE EL PLAN NACIONAL DE DESARROLLO, 2010-2014”, ley que consideramos de especial relevancia en el contexto de la actividad litigiosa-judicial, sin dejar de resaltar que aun cuando es ambicioso y multifacético el Plan trazado para el cuatrienio (como en verdad lo debe ser), nos truncó un sueño, porque nuestro deseo: una Administración de Justicia (artículo 7º de la Ley 270 de 1996 –Estatutaria de la Administración de Justicia-), “pronta, cumplida y eficaz” se ha diferido otro año más, plazo que expiró el 16 de junio del año que transcurre, sin embargo, la aplicación normativa está retoñando en la inobservancia de hecho, que aun cuando medie petición para su aplicación no hay concreción real. De allí pues la importancia y protagonismo del litigante en propender por la aplicación real e inmediata de las preceptivas legales antes indicadas.
Concomitante con la redacción de esta columna, se ha promulgado el Código General del Proceso (Ley 1564 de 2012), frente al que hemos iniciado su análisis, pero desde ya indicamos los positivos principios ideológicos y filosóficos que contiene, y adherimos a las palabras de nuestro ilustre profesor Jairo Parra Quijano pronunciadas con ocasión del lanzamiento del texto final de la ley en cita, esto es, que se ha querido legislar para un país con desigualdades (incluso constitucionalmente consignadas en el artículo 13), que se han creado herramientas para que un juez con toda la entereza posible disminuya esas desigualdades terminando los procesos en el menor tiempo posible, y además, que no se trata de desafiar, es la preocupación por que exista una administración de justicia pronta.
Sin embargo, lo historia feliz para los litigantes, que empezó en el año 2010 respecto al término perentorio para que el Juez dicte sentencia y que sentíamos cercana su aplicación, se vuelve a diferir, ya que el Código General del Proceso que acaba de expedirse, deroga expresamente las normas que se han indicado, pero por fortuna lo vuelve a considerar y básicamente en los mismos términos regulados desde la Ley 1395 de 2010, pero debiendo iniciarse el conteo del término y oportunidad para dictar fallo, desde el 12 de julio pasado. Amanecerá y veremos. Nos vemos y leemos en julio de 2013 y veremos qué ha pasado.
COLOFÓN: apreciados servidores judiciales, los términos son perentorios y de obligatorio cumplimiento, los destinatarios del servicio de justicia están a la espera de la pronta, cumplida y eficaz administración de justicia, partiendo del principio de seguridad jurídica.
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