Cuando tenía unos quince años, al pasar en el bus del colegio por el teatro Los Fundadores, en Manizales, vi un anuncio de un curso que decía: “El poder de la mente y la hipnosis. Todo lo que usted piensa se hará realidad”. Recuerdo que ese día enloquecí a mis padres para que me dejaran hacer ese curso, que duraba toda la semana de siete a diez de la noche. Después de mucho rogar, finalmente mis padres me dejaron asistir.

Aún recuerdo aquel sábado como si fuese ayer. Antes de la hora del almuerzo ya teníamos un ejercicio para desarrollar en nuestras casas. Era aparentemente sencillo, pero quedó grabado en mi mente y en mi corazón. Teníamos que escribir en un papel tres dones o virtudes de cada uno de los seres queridos con quienes vivíamos y expresarles ese sentimiento en forma cálida, mirándolos fijamente a sus ojos y haciendo contacto físico, ya fuese con abrazos o tomándolos de las manos.

Jaime, mi viejo, se encontraba aquel sábado en su almacén El Pintor atendiendo a dos pintores, Luna y Plutarco. Yo entré corriendo y mirándolo a los ojos, interrumpí su conversación para decirle que era el mejor papá del mundo, que siempre había sido muy bueno conmigo, que sus consejos eran sabios, y que cuando yo creciera quería ser como él porque lo admiraba mucho. Lo abracé fuertemente y lo besé. Creo que nunca en la vida lo había visto más asustado y asombrado. Aún recuerdo su expresión de desconcierto. No sabía cómo explicarles a Plutarco y a Luna que yo no era así, y que esa educación y esos modales tan raros jamás me los había enseñado.

Luego salí para la casa y al ver a mi madre corrí hacia ella, la abracé y le dije mirándola fija y dulcemente a sus ojos: “Eres la mamá más linda del mundo. ¡No sabes cuánto te amo! ¡Eres tan tierna, me has dado tanto amor y me has enseñado tantas cosas, que eres única en el mundo!”. Yo estaba totalmente inspirado haciendo el ejercicio, cuando de repente me retiró los brazos y me dijo: “¿Usted fue que se la fumó verde o qué? ¿Dónde andaba petacón? ¿Con quién estaba?

La parte más dura del ejercicio venía a continuación, ya que tenía que hacer lo mismo con mi hermano Fernando, con quien peleaba un día sí y al otro… ¡pues también! Debía expresarle tres de sus virtudes, y para mí, en aquella época, él no tenía ninguna. Infructuosamente buscaba dones ocultos, virtudes escondidas, pero no encontraba nada. Finalmente encontré tres virtudes sacadas a la fuerza. Entré muy derecho y alegre, para decirle esas palabras tan importantes y expresar mi sentimiento y lo saludé: “Hola, Fernando, ¿cómo vas?”. Pero ni me contestó. Sólo se quedó mirándome. Entonces le dije: “Oye, he venido a decirte que eres un hermano muy… mmmmm”, pero por más que quería expresarle mi sentimiento no podía. Era incapaz de decirle nada.

Me concentré y recordé las palabras de mi maestra de meditación, cuando me decía que tenía que aprender a hablar amorosamente para que me escucharan. En ese momento de reflexión y dudas una voz fuerte me sacó de mis pensamientos diciéndome: “¿Es que se embobó o qué? ¿Qué quiere?”. En aquel instante pensé que era mejor no decirle nada, pues ni se lo merecía, pero respiré profundo y le dije: “Es que yo quería decirte que eres muy inteligente, buen hermano y noble”. Por cada palabra me llegaban mil defectos a la mente, pero me fui acercando lentamente a él, en un gesto de buen hermano, para darle aquel abrazo. “Fernando, yo te quiero mucho, te amo y quiero decirte que…” no había terminado de hablar cuando me interrumpió con una voz mucho más despectiva y fuerte, abriendo sus ojos como nunca lo había hecho: “¿Es que usted se volvió del otro equipo o que?”.

Obtuve un rechazo total por haber expresado mis sentimientos y hablar amorosamente. Pero tuve dos opciones: quedarme callado y no hacer nada, de lo cual hoy quizás me estaría lamentando, por haber perdido todas esas oportunidades de expresar a mis seres queridos y amigos cuánto los aprecio y quiero; o actuar aun en contra de mi propia mente y mi orgullo, que me decían que no era necesario hacerlo y que con el primer rechazo debería haber suspendido el ejercicio, para quedarme cómodamente sentado y actuar en forma indiferente, pero sintiendo frustración.

A veces esperamos momentos grandiosos y muy especiales para decirles a los seres queridos cuánto los amamos, pero tales momentos casi nunca llegan. Por eso hoy, si tu padre aún está vivo, aprovecha para decirle cuanto lo quieres. Dale gracias por haberte dado la vida e independientemente de si ha sido un padre bueno o no, celebra el hecho de que está vivo; y por último, acepta, comprende y perdona las cosas que han pasado entre ustedes, porque el verdadero perdón está en recordar sin dolor, sin rencor y sin resentimiento.

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Redacción Minuto30

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