Es un lugar común entre los intelectuales señalar al fútbol como un espectáculo que narcotiza; el opio del pueblo, le dicen. No obstante, si lo pensamos, el cine o la música, con los que estos son más benévolos, también pueden producir un efecto narcotizante. En un día de convivencia con estos tres actores lo único que entendemos es que hay muertes que se pueden retrasar, días que se alargan con imágenes que nos tientan y tras las que vamos, sin alcanzarlas nunca. Se nos dirá que con el cine y la música, suponiendo que se trate de obras de buena factura, puede haber evasión, ensoñación, pero no llega a haber enajenación, pues su disfrute, por ser de carácter más complejo, protege de la inconsciencia.

A modo de respuesta, podemos hacerles a estas personas una pregunta: ¿acaso no han sido sus condiciones privilegiadas, en franco contraste con las del público que prioritariamente consume fútbol, las que han hecho que puedan participar de este disfrute menos burdo? Por otra parte ¿no serían los esfuerzos por democratizar el acceso a este otro tipo de espectáculos en buena medida responsabilidad de ustedes los intelectuales y favorecidos?

Dejemos este asunto esbozado y reparemos en un hecho curioso: el fútbol no solamente es consumido con gusto por esa parte “analfabeta” de la población, sino por personas que bien podrían permitirse otros pasatiempos más sesudos. ¿No será, acaso, que es común a lo humano el deseo de relacionarse con el mundo por un vehículo diferente a la razón?

Lo decimos porque si bien el fútbol es ritualización, dramatización, juego y, por esa vía, civilización, también es sudor, violencia, euforia, manifestación instintual, y   quizá, es eso lo que conquista. El fútbol nos da licencia para que actuemos como masa, nos regresa a un estado”animal”, sobre el que muchos han querido echar tierra. En Psicología de las masas y análisis del yo Freud señala que lo que molesta de la masa es que presenta comportamientos que no son exclusivos de ella, sino que subyacen a la estructura del individuo en singular; es decir, aunque que estos comportamientos afloren solamente con la complicidad del anonimato, siempre han estado allí, en el individuo. El mismo autor llama la atención sobre algo más que puede molestar a los críticos de este espectáculo decadente que a veces es el fútbol y es que allí se manifiesta un sujeto que no es propiamente el sujeto histórico; no es el sujeto dotado de razón y de buen juicio, que empuja la historia en una curva ascendente de nunca acabar, sino un hombre disminuido en su cordura, apocado, o, engrandecido, según sea el caso, que más bien está cercano a lo que Edgar Morin, en El paradigma perdido, llama el homo demens, el hombre de la hybris -termino que puede traducirse como ‘desmesura’-.

Cerrado este preámbulo, proponemos al lector analizar situaciones concretas en las que el fútbol funciona como narcotizante, para que él, usando su juicio, pueda tomar partido o establecer matices, si así lo prefiere.

Retomemos una anécdota  bastante fuerte e ilustrativa: en el trámite de la eliminatoria al Mundial de México 70, Honduras y Salvador debieron enfrentarse  en una contienda que actuaría como detonante de lo que luego se llamaría la Guerra de las 100 horas o la Guerra  del Fútbol. Con ese nombre se bautizó la disputa de tres partidos por dicha clasificación, así como a las consecuencias nefastas derivadas de ello. En un ambiente previamente caldeado por conflictos territoriales y sociales entre los dos países, la muerte rondaba al fútbol una vez más. El resultado del primer partido, favorable a Honduras, propició, aparentemente, el suicidio de una joven salvadoreña, el cual  enardeció aún más los ánimos  y desencadeno una contienda que cobro muchas más vidas.

¿Por qué se suicidó esta chica? ¿Hasta qué punto había hecho suyo algo que no le correspondía? ¿Qué beneficio habría sacado, aun si el triunfo hubiera sido para su equipo?

Es un hecho que en nuestras sociedades, que, como sabemos, no son precisamente sociedades de la abundancia, el fútbol funciona como un narcótico que, una vez se inyecta (unas veces por decisión propia y otras por la persuasión de alguien otro), nos permite sobrellevar los dolores que nos aquejan cotidianamente. Digamos que el fútbol aparece para muchos en el momento justo en que habían declarado sus rutinas inaceptables, pero pareciera ser que por obra y gracia de él, estas personas, súbitamente, se sienten en condiciones de ignorar la serie de quejas y dolores que venían enlistando y que, en ese momento vuelven a cero. El fútbol es dilación, aplazamiento, esa es la ganancia. Gracias al fútbol los lunes son llevaderos para muchos que, reconfortados, llegan a asumir de nuevo sus tareas prometeicas.

Es claro que este deporte ofrece alegrías que con su fuerza se imponen sobre los dolores, contribuyendo a diluir su percepción, anestesiando. A estas personas sobre quienes el fútbol hace efecto les ocurre como a quién, bajo el efecto del alcohol o las drogas, se queda dormido en medio de la noche, sin reparar en el frio polar que habrá de matarlo. No lo siente, pero las consecuencias en su cuerpo serán contundentes.

Creemos que una de las razones para que el fútbol consiga anestesiar es que, como el juego que es, marca un tiempo por fuera del tiempo. El calendario que el espectáculo futbolístico plantea va de domingo a domingo y es paralelo al otro calendario, así, mientras el tiempo real está marcado por el pago de las quincenas, por las fechas de los compromisos económicos a atender y por la hora de entrada y salida de la jornada laboral, el tiempo del fútbol está marcado por otra cosa: por la competencia, por el avance o retroceso en un torneo. Y es importante notar que, a primera vista y sobre todo cuando aún se puede tomar distancia, dicho certamen carece de importancia. No la tiene, simplemente porque se trata de un juego, porque es ficticio. Sin embargo, cuando el drama se apodera de la vida real y las personas sienten la necesidad de refugiarse, en algo, puede ser en otro drama, el paisaje cambia radicalmente. Es paradójico que sea la vida misma la que los empuja a la evasión para salvar precisamente, la vida real, para salvar la cordura.

La idea del fútbol como generador de un efecto narcótico podemos asociarla también al concepto de país, al que el fútbol ha contribuido en mucho. La pelota rueda de un continente a otro y manifiesta la urgencia que tienen algunos de llenar de significado un concepto de nación, que yacía en la constitución de muchos pueblos. No obstante, siempre que este sea recuperado y asociado a una idea de fanatismo y patriotismo, será conveniente solo para algunos, pues, mientras tanto, la vida tensa, para los demás, las consecuencias de semejante distracción. El exceso de devoción patria solo sirve para hacerle una gambeta a la continuidad de la miseria.

Aun con todo lo dicho, cabe agregar que como el fútbol ofrece revanchas y la vida no parece darlas, la mayoría de las veces, no hay manera de resistir aquello que simbólicamente las posibilita. Decía Samuel Beckett que no hay partido de vuelta entre el hombre y su destino; no estamos seguros de si el fútbol lo ofrece o no.

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Redacción Minuto30

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