He pensado, en estos días que marcan el inicio de campañas electorales, en el don de la palabra. Para mi abuelo, la palabra era sagrada y ella iba aparejada al silencio, al saber escuchar y al comunicarse asertivamente. Obviamente, por esas calendas, poco o nada se sabía y hablaba sobre la comunicación asertiva, como una forma de expresar lo que se piensa o quiere de manera clara, verídica y respetuosa, considerando la existencia de otros puntos de vista y sin ser agresivo o pasivo. A esta altura de la vida, es obvio que ocurre todo lo contario a la época de mi abuelo: hoy se sabe y se habla demasiado sobre comunicación asertiva, pero poco se practica.

Recuerdo, como mero asunto anecdótico, que en algunas conferencias sobre comunicación asertiva, citaba a mi abuelo como al autor de mi primera lección en esta materia, lo que provocaba, al principio, algo de incredulidad y risillas en el auditorio; pero al final de la charla, el pleno reconocimiento para quien la palabra era pensada, sopesada, cuidadosa, delicada, precisa y respetuosa. Esa era su premisa para la comunicación adecuada.

Y si eventualmente su palabra quedaba empeñada en algún asunto, servicio o negocio, no había nada ni nadie que le impidiera su cumplimiento. Eran otras épocas, dirán algunos con sobrada razón; otras épocas donde la molicie, el cálculo y el desmoronamiento humano, no se daba a la vuelta de la esquina, como ocurre ahora.

La palabra es uno de los grandes dones que la naturaleza dio al hombre. Por eso debemos cuidarla, medirla, controlarla, pensarla antes de lanzarla al viento, en tal o cual situación o circunstancia. Desde la inolvidable estancia de las vacaciones escolares en la casa patriarcal del abuelo, aprendí que en Proverbios, Salomón rechaza y condena justamente al parlanchín impenitente y elogia al que sabe callar a tiempo.

Aprendí que el respeto por la palabra, que lleva aparejado el reconocimiento por los demás, es ingrediente necesario que da vida al corazón íntegro. Al corazón que siempre hará lo correcto, aunque nadie lo admire o a muchos incomode; al corazón que no necesita público ni alabanzas por sus buenos actos; al corazón que en su forma de latir considera que la integridad es por encima de todo un valor excepcional, una urgencia de vivir en armonía con lo que dicta nuestra propia conciencia.

La integridad es ese rasgo en peligro de extinción que ya se ve poco en esta sociedad posmoderna, donde la palabra se ha convertido en mercancía para fines oscuros; donde la palabra se ha convertido en cortina de humo para encubrir la propia conducta dolosa, e inclusive el señalamiento oprobioso a inocentes para encubrir la culpa.

El respeto por la palabra es fragua donde se cuece la rectitud de carácter y se forja el alma intachable, el espíritu noble y bondadoso; ya no abunda en nuestras escuelas, empresas, oficinas públicas, pueblos, ciudades o campos. La integridad, con la palabra como esencia de ello, parece que se ha ido de nuestra sociedad. No en vano, Confucio, el reconocido pensador Chino, definió a la persona íntegra como un “ser superior, alguien dotado de una gran fortaleza de espíritu por el valor que da a la palabra, al pensamiento, al respeto por la ideas y a la práctica de ellas”.

Hemos convertido el don de la palabra, en el medio más expedito y más barato para dañar la honra de las personas; mancillar el honor de una alcaldía, una gobernación o una presidencia misma: todos los días, a la misma hora, “con una constancia que más dolorosa no pudo haber sido” (como decía mi admirado poeta y periodista argentino Horacio Rega Molina), vemos y oímos alocuciones, destinadas a mentir a comunidades enteras sobre la honra, la vida de las personas, el orden público, el empleo, el desempleo, la salud, la violencia, y decenas de circunstancias sociales, usando el don sagrado de la palabra.

La prensa prepagada abusa de la palabra; la televisión esconde la triste realidad presentando hechos banales con palabras huecas. Las redes sociales destruyen con facilidad pasmosa, a personas, entidades y gremios, usando palabras triviales, vulgares. Usando la palabra nos engañamos a nosotros mismo, a nuestros más íntimos quereres, a nuestras más sagradas creencias.

El respeto por la palabra ya no existe. En su artículo El valor de la palabra empeñada, publicado por el diario El Colombiano, Carlos Alberto Giraldo, nos dice: …”Al más mínimo cambio de libreto, alguno de los socios de esa empresa (afectiva, económica, intelectual, profesional) hace la más fácil que es saltar del barco y dejar solo al otro”. «Usted verá qué hace. Chao, que me fui, me quité. Yo no dije eso”…

“Estos comportamientos, con tal falta de coherencia, lealtad, entereza, compromiso y seriedad, son esperables en un país en donde los referentes públicos (en especial los políticos y otros tantos líderes privados) un día son una cosa y al año son otra totalmente distinta. Los liberales terminan hablando y actuando como conservadores. Los de izquierda se venden por cualquier pote de mermelada e incluso familias y empresarios prestantes terminan comprados con platos de lentejas, por el afán de acumular dinero”.

De todos los dones que nos dio la naturaleza, la palabra es el don más útil de todos. En su volandera inmaterialidad puede crear la paz, la amistad, el progreso, la gloria, todo lo más bello y noble que el alma humana pueda prohijar. Desgraciadamente, también puede alimentar la guerra, el odio, el desamor, la destrucción, la miseria, la malquerencia entre hermanos, la muerte moral y material. Tristemente, el don divino de la palabra está sirviendo mucho más para destruir que para construir. No lo digo yo: lo dicen los referentes públicos que día a día envilecen la existencia y me hacen añorar al abuelo.

Como sería de bello, en tiempos de campaña electoral, escuchar a hombres y mujeres haciendo uso del don de la palabra, para construir; no para destruir. Para la convivencia y la paz; jamás para la intolerancia y la guerra.

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Redacción Minuto30

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