La sabiduría popular tradicionalmente denunciaba la corrupción de la norma con el dicho de “hecha la ley, hecha la trampa”, porque nunca ha faltado quien sea capaz de hacerle el esguince a la norma. Pero dicha expresión, que algunos corruptos fueron tomando como estilo de vida, al menos contaba con el hecho de poder identificar cuál era el mandato, lo correcto, lo que debía hacerse y por tanto lo que intentaba salirse de ello se le denominaba sin mas “trampa”, con una obligada connotación negativa.

Es cierto que enarbolar a ultranza el principio romano del “dura lex sed lex” también trae dificultades porque no todas las leyes son justas, y parece lógico someter a revisión ética lo que jurídicamente se dicta, no hay que olvidar que justamente esa fue la lección de los tribunales de Nuremberg, donde la sorpresa fue encontrar que las mas aterradoras acciones aparecían respaldadas por leyes del régimen Nazi, prácticas que por cierto aunque el nazismo justificara desde tesis pseudocientíficas como “buenas” la humanidad misma fue capaz de identificar y condenar como malas, demostrando que no todo puede quedar a la libre opinión y que es necesario ser radicales cuando de defender la vida y la dignidad de las personas se trata, y que en ello cabe hablar de objetividad.

No obstante lo anterior, es decir sabiendo que las normas no son perfectas y deben estarse revisando para que cumplan realmente su labor deontológico de dar orden, proteger e impulsar el bien, hoy nos encontramos con un desprecio a la norma igualmente peligroso que amenaza con legitimar cualquier tipo de atropellos. Del “Dura lex sed lex” hemos pasado al “tranquilo que eso se arregla”, en otras palabras todo es modificable e incluso “acomodable” a los intereses del momento y especialmente de quien tiene el poder. No es que como fenómeno este hecho sea nuevo, es que en la actualidad aparece legitimado en muchos escenarios, es la cultura del “si estorba, cámbielo”, y cuando el corrupto es el legislador ya no es el “hecha la ley, hecha la trampa”, sino “hecha la ley tapada la trampa”. Ese es el problema al que hoy nos enfrentamos, donde las referencias a un legislador racional o incluso a un juez racional son difíciles de encontrar.

A manera de ejemplo en el escenario nacional los profesores de Derecho Constitucional tienen un serio problema para explicarle a sus estudiantes eso del imperio de la ley, la supremacía constitucional, el Estado de Derecho, la seguridad jurídica, entre otros… ya era difícil en un país como el nuestro donde todos juran defender la Constitución y no se han acabado de posesionar cuando ya están impulsando alguna iniciativa para cambiarla o interpretarla de otra manera, o simplemente saltársela; pero sin lugar a dudas los recientes acontecimientos lo hacen más complejo, piénsese en un Plebiscito donde se desconoció el resultado tomando por tontos a los colombianos; o en el llamado “Fast Track” y la insistencia en que el Congreso sea un simple notario a pesar de lo dicho por la Corte; o en la discusión de Belén de Bajirá donde el ejecutivo nacional se toma atribuciones que no le corresponden y toma medidas abruptas lesionando a un territorio y a sus habitantes… y así podríamos citar muchos casos más.

En el escenario internacional las cosas tampoco mejoran, el “pacta sunt servanda” parece utilizarse a conveniencia, los compromisos se sostienen solo cuando nada se cuestiona, pero si el gobernante de turno se siente cuestionado entonces decide retirarse de los organismos o incluso pide que se cambien las normas o el discurso para volver. Para no ir muy lejos, esa fue la actitud de Maduro al pedir la renuncia de Almagro para volver a la OEA, solo porque el secretario ha sido tal vez la voz internacional más fuerte en llamar las cosas por su nombre y exigir el retorno de la democracia con las elecciones generales.

Si se mira de fondo el desprecio por la norma, por el compromiso, por la responsabilidad es fuerte. Incluso en el ámbito de lo privado, en las organizaciones no es difícil ver caras de sorpresa cuando alguien pide que se cumplan las normas establecidas o sigue con rigor los procedimientos, y encima no falta quien con aire de superioridad moral diga que hay que saltar formalismos para privilegiar a la persona. Las normas, los formalismos deben proteger a las personas, deben servirles a ellas y a las organizaciones (palabra que viene de orden), ayudarles a ser mejores… si no es así, la norma no tiene sentido, no está cumpliendo su labor, y lo lógico sería cambiarla, no saltársela sin mas como suele ser nuestra costumbre. No es caer en el extremo de “siempre se ha hecho así, no se puede cambiar”, es intentar mediar para hacer una reflexión propia de un mayor de edad en el sentido kantiano: evaluar qué es lo que no sirve, cómo se puede mejorar y hacer lo que los abogados llaman el “debido proceso”, justamente para no caer en el otro extremo del esnobismo, cambiar por cambiar, andar como adolescente sin rumbo o rebelde sin causa saltando normas sin siquiera saber por qué se pusieron.

El respeto al Estado de Derecho, no es otra cosa que respetar las normas que todos pusimos, que nos obligan a todos incluyendo al gobernante. Esa actitud ética del respeto a la norma, es también respeto por los demás y por ello es algo que no solo se circunscribe al ámbito jurídico-político estatal sino que es una cultura que debería permear las relacionales en todos los niveles, asumir compromisos y cumplirlos, algo que a los latinos nos cuesta, en oposición a lo que ocurre en el mundo anglosajón, tal y como lo explica el P.Guillermo Zuleta en su excelente conferencia sobre la “Ubicación de la ética”, material que animo a consultar en Vimeo. A lo que sumaría las también las excelentes conferencias del japonés Yokoi Kenji, ¿por qué nos cuesta tanto la disciplina?

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Redacción Minuto30

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