Uno de los placeres más grandes en la vida es dar, pero con creencias absurdas basadas en el miedo, nos enseñan lo contrario: a guardar y atesorar. Así andamos por el mundo llenos de ambición por poseer y sin ningún afán de dar, siempre pensando que debemos ahorrar para el futuro, que la situación está muy difícil y que mañana podría ser peor. Si por algún motivo damos, siempre es con la expectativa de que el tiempo pase rápidamente para ver compensado lo que suponemos un gran esfuerzo. Si crees que estas dando mucho y esperas recibir algo a cambio, ¡despierta! En ese caso tu acción es un simple préstamo.

Un día, al regresar del colegio después de un fuerte aguacero, encontré frente a mi casa a un anciano en compañía de un niño de mi edad en aquella época, tiritando de frío y con hambre. El anciano, al verme, me pidió que los socorriera con una monedita o algo de comer. Yo les dije: “No se muevan de aquí, vuelvo en cinco minutos”. Entré a mi casa y subí corriendo las escaleras hasta llegar al clóset de mis padres; saqué dos cobijas, unas toallas, y unas cuantas camisetas, pantalones y zapatos que mi padre no usaba. Inmediatamente fui a mi clóset e hice lo mismo. De la despensa, saqué leche, huevos, sopas, tomates y chocolatinas. Envolví todo en las cobijas y bajé rápidamente pensando que probablemente el mendigo y el niño ya no estarían allí; pero ellos seguían esperándome, y aún recuerdo ese momento como uno de los más felices de toda mi infancia. Mi corazón estaba rebosante de alegría y tenía la respiración entrecortada.

En la noche aún sentía esa felicidad por lo que había hecho. Pero Estercita, nuestra nana de toda la vida, me vio cuando recogí todas las cosas y les contó a mis padres lo sucedido. Ellos, muy enojados porque yo había entregado esas cosas sin permiso, me regañaron y castigaron. Yo no podía entender por qué, y les pregunté: “¿Si ustedes tienen tanta ropa guardada y tanta comida, por qué no puedo regalarlas?, ¿es que no alcanza para todos?”. Pero mis palabras sólo lograron que se enojaran aún más. Entonces, con ocho años apenas, muy triste y llorando, empaqué en mi pequeña maleta gris, el milo, la leche en polvo, unas chocolatinas Jet, una revista, mis cuadernos, mis pantalones cortos, los tirantes, la camisa, un carrito, una pequeña virgen de Fátima que alumbraba en la oscuridad, y salí del cuarto muy serio; miré fijamente a mis padres y les dije desafiante: “¡Ustedes son unos icrópitaz!”, palabra que según había oído decir era muy ofensiva (tiempo después supe que la verdadera palabra era “hipócritas”). Les dije que me iba y salí desilusionado de mi casa. Después de dar unas vueltas a la manzana tomé la decisión de irme a vivir donde mi abuela.

Cuando ya anochecía, mis padres fueron a buscarme a la casa de mi abuela y me pidieron que regresara, pero por ningún motivo quería hacerlo. Les recriminé abiertamente que cuando mi madre visitaba el ancianato, ella sí podía llevar cobijas, ropa y cigarrillos, aunque éstos últimos eran tan malos para la salud de los viejitos, les dejaba un aliento horrible y les tumbaban los dientes. Finalmente mi madre me abrazó y sonriendo con dulzura me dijo: “Mijo, entiendo que lo que sientes en tu corazón es tan grande, que te llevó a pensar en abandonar a tus padres que tanto te amamos. Pero si nos abandonas por ayudar a otros serás luz en la calle y oscuridad en nuestro hogar”. Después de un rato resolvimos el conflicto, negociamos un buen acuerdo y regresé a casa.

Supe que tenía dos opciones: obedecer a mi corazón, esa voz interior que es chispa divina y que nunca falla, o escuchar a mis padres, que con temor trataban de darme una lección para que jamás volviera a tomar mis propias decisiones sin su consentimiento. Al elegir lo primero, aprendí que más feliz es quien da que quien recibe, y que cuando damos sin esperar recompensa el corazón vibra de emoción, en una frecuencia tan fuerte que se une con el espíritu para volar muy alto.

Imagina que das un pedazo de pan y un poco de cariño a un ser desamparado. Es normal que esperes recibir una sonrisa o un “gracias, que Dios se lo pague”, y eso está bien porque puedes ver por tí mismo y recibir en tu corazón la alegría del otro; aunque no te haya dado la sonrisa que esperabas, debes irte feliz. Pero una cosa bien distinta es que no vuelvas a ayudar a esa persona, si por algún motivo en medio de su dolor o tristeza no te devuelve la sonrisa ni te da las gracias; que encasilles a todos los que se acercan a tí buscando ayuda y justifiques tu negativa juzgándolas sin saber cuál es su realidad: “No lo necesita”, “es un vago que debería estar trabajando”, “es un vicioso”. Basados en estas excusas tratamos de no dar nada.

Detente por un momento y analiza que mañana tal vez puede ser demasiado tarde para dar y compartir lo que tanto aprecias, y que las personas que lo necesitan quizás no estarán contigo. En tu vida siempre hay alguien que necesita esa palabra amorosa, ese abrazo fuerte, esa caricia tierna, esa sonrisa dulce. Tal vez ha estado siempre a tu lado y ni te has dado cuenta. Por eso, en esta navidad que pronto pasará y en este nuevo 2010 que vendrá, recuerda que la caridad y el servicio empiezan por casa.

Author Signature
Redacción Minuto30

Lo que leas hoy en Minuto30... Mañana será noticia.

  • Compartir:
  • Comentarios

  • Anuncio