Hace pocos años escribí un artículo donde expresé con claridad que detesto los eufemismos, ya que no me gusta disfrazar la realidad sea cual sea. Los eufemismos están definidos como aquellas palabras o frases, menos ofensivas o peyorativas, que se utilizan para decir algo evidente pero sin ofender a quien escucha. Acéptese o no, cada cosa debe llamarse por su nombre sin hipocresías absurdas, por ejemplo, algunos no hablan de borracho sino de persona pasada de copas; al feo le dicen mal arreglado, no, es feo y punto; las infidelidades las llaman canitas al aire o encuentros placenteros ocasionales; a la persona chismosa le dicen comunicativa; la muerte la denominan como pasar a mejor vida; ya el aborto dizque es una interrupción voluntaria del embarazo; las cárceles ya no son  cárceles sino establecimientos penitenciarios; en el siglo XXI la gente no escupe sino que saliva. Ahora, el eufemismo que más me descompone es oír que se refieran a la edad dorada, la tercera edad o el adulto mayor, no, y no, es un anciano o un viejo, la cuestión es tratarlos con respeto y cariño, nunca con esas confianzas extremas de “Cucho… pa’ las que sea”.  El anciano, ante todo, merece admiración.

Pretendo escribir sobre los ancianos, una etapa de la vida que cada vez siento más cerca, donde con orgullo sabré llevar la experiencia de los años vividos, ah, claro está que hace rato que vivo y disfruto de los ancianos, desde mi adolescencia siempre me gustó hablar con personas mayores, en una fiesta o reunión, siempre compartía con los adultos, me parecía que me aportaban más, fue así como en tiempos pretéritos uno de mis amigos de barrio dijo que yo parecía un viejito prematuro. Cómo no deleitarse hablando con un anciano, estoy totalmente de acuerdo con el escritor, Alberto Salcedo Ramos, cuando dice que “…oír hablar a un viejo es como leer con los oídos, a la vez que reitera lo dicho por el poeta senegalés, Leopoldo Sedar,  cuando un anciano muere es como si se quemara una biblioteca”.

Viejo el sol y todavía alumbra. Hace pocos días revisando mi Facebook, de manera repentina se fue abriendo un video donde una mujer grande y macanuda golpeaba el cuerpo de una anciana enclenque, encorvada  y sin alientos, la anciana con uno de los golpes cayó al suelo, era tal la paliza que sólo aguanté quince segundos frente a la pantalla de mi computador, segundos en los que le dije de todo a esa burda mujer, qué rabia y qué impotencia sentí. Por esas coincidencias de la vida, en uno de mis desplazamientos, por efectos de mi trabajo, pasé por el barrio Prado, un barrio insigne de la ciudad de Medellín declarado patrimonio cultural, allí están las casas más grandes de la ciudad construidas a principios del siglo XX.  ¡Oh  sorpresa!, al ver cómo no pocas de estas casonas las están convirtiendo en ancianatos, varios en una misma cuadra, no veo problema, me parece bien, pero cuando empiezo a indagar me doy cuenta que algunos de estos centros geriátricos lo hacen por puro negocio. Es que con dos camas, un taburete, y, un televisor viejo se puede fundar un ancianato.

Indagando por el tema, encontré un artículo publicado en el periódico El Colombiano, con fecha del 16 de abril del presente año, bajo el título: “Cada dos días abandonan un anciano en la ciudad”. Es un artículo extenso donde se presenta la cruda realidad con relación a los ancianos de la ciudad, en él, se destaca el negocio tan cruel en el que se están convirtiendo los ancianos de la ciudad. El problema tiene de largo como de ancho, pero eso sí, por ninguna parte aparecen los politiqueros baratos a pensar en los ancianos, claro, como eso no da votos.  Aduce el artículo que Medellín, hoy, es una ciudad madura que envejece de manera acelerada sin planes estructurales que permitan dar bienestar a nuestra población senil.

Como dice el dicho, “a quien le caiga el guante que se lo chante”, pues me pica la lengua si no lo digo, pero me parece injusto que algunas personas acaricien y acaricien una mascota, mientras en la misma casa un anciano muere de soledad escondido en uno de los cuartos traseros, sentado en una mecedora, la cual por falta de fuerzas no alcanza a mecer.  Nadie le conversa, nadie lo acaricia, y algunas veces se vuelve un estorbo para la cotidianidad familiar. Pienso en la angustia de algunos viejos postrados en una cama esperando que alguien haga algo por ellos, pienso en esos ancianos olvidados por hijos.  ¿Cuántos ancianos hoy no habrán desayunado?  Para terminar, me parece que a los niños de hoy se les debe enseñar a envejecer, a no ser indiferentes a una realidad, no digo tratarlos como ancianos sino enseñarles a ver la vida como un ciclo que empieza pero que algún día termina. Lo digo porque algunos niños y jóvenes miran a los ancianos con fastidio y desprecio.

El secreto de una buena vejez,
no es otra cosa que un pacto con la soledad”.
Gabriel García Márquez

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Redacción Minuto30

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