Una de las grandes razones por las cuales a la gente le fastidia la política es porque la mayoría de las veces queda reducida a una pelea sin fin que no lleva a nada. Y tienen toda la razón. Las personas prenden el televisor, la radio o el celular y lo único que encuentran es una marea de insultos personales, escándalos, acusaciones sin sustento y chismes de pasillo dignos de una telenovela mexicana.

El apasionante arte de debatir sobre la estructura del Estado, el manejo de la economía y las decisiones que debemos adoptar para mejorar la calidad de vida del País queda opacado por una confrontación eterna donde no se ataca al argumento, sino al interlocutor ante la incapacidad de ganar en el plano de las ideas.

Tan es así, que el grueso de los políticos terminan viviendo en una burbuja completamente alejada de la realidad donde se cree que entre más gritos haya, más seguidores se obtienen, lo cual no soluciona en absolutamente nada las problemáticas de una comunidad que no siente que los funcionarios que eligieron para que los representen los tienen en cuenta.

Por ejemplo, las redes sociales se convirtieron en la trinchera perfecta para difamar del otro sin dar la cara y posar de valientes desde la comodidad del anonimato. A los problemas no se les buscan respuestas, se malinterpreta la relevancia de buscar el poder y se persiguen los likes acudiendo al mismo morbo y amarillismo de las noticias que explotan comercialmente la tragedia ajena.

Y cabe aclarar que con esto no estoy diciendo que no debamos promover con firmeza nuestras convicciones. Por supuesto que sí. Pocas cosas son más importantes en la vida que tener el carácter suficiente para defender aquello que consideramos correcto.

Sin embargo, soy un convencido que la forma idónea de hacerlo es a través del intercambio respetuoso de ideas y no intentando acabar con la dignidad del otro. La exposición argumentada de propuestas debería ser la principal prioridad de quienes ostentamos una responsabilidad pública y no el último camino al que se acude cuando físicamente no es posible vociferar más.

De hecho, la verdadera preocupación en la política debería ser cómo disminuir la tasa de pobreza, reducir el desempleo, aumentar el crecimiento económico, la inversión extranjera y la competitividad del País, garantizar la seguridad en las regiones, tener acceso a un mejor sistema de salud, facilitar el acceso a la pensión, mejorar la infraestructura terrestre y aérea de las ciudades, fomentar el turismo y aumentar la conectividad digital de todos.

Eso es lo realmente importante acá. Trabajar entre todos para sacar adelante a un País que amamos, lo cual solamente lograremos si le devolvemos la altura y la trascendencia al oficio de administrar el Estado, en vez de destruirnos eternamente para probar que somos más que el otro.

En 2017 decidí lanzarme al Senado sin haber ostentado antes un cargo de elección popular. Una decisión con la cual quise poner mi experiencia en el sector privado al servicio del País y aportar un granito de arena para la defensa de un modelo de Nación que promueva el emprendimiento, la innovación y ponga a la tecnología al servicio de la lucha contra la corrupción.

Hoy, tres años después, sigo creyendo firmemente en el poder transformador de las ideas y en la necesidad de hacer una política centrada en los argumentos, cercana a las personas, que realmente brinde respuestas a las complejidades de nuestra sociedad y, sobre todo, que esté alejada de las rencillas personales que no hacen nada distinto a exteriorizar las deficiencias internas.

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