Un personaje entrañable para cualquier ser humano es, definitivamente, la madre. Imposible dejar pasar la fecha clásica de mayo, sin escribir sobre la figura de la madre.

Para los colombianos −supongo que para buena parte del mundo−, la madre es una figura bellamente afincada en el corazón; llevada como un ícono en el alma, recordada, venerada por siempre. Más aún en Antioquia, donde, los hogares, de simple e indiscutible esencia matriarcal, están formados y sostenidos, claro está, alrededor de la cálida esencia y presencia de la madre.

Así, el día de la madre siempre será inigualable; un día especial, donde su figura  −y la figura de la madre siempre será indefectiblemente hermosa; para ello no obsta la edad, el color, la raza o la belleza física− estará más presente que nunca en el corazón de los hijos: alegre, si está con vida; dolorosa, si ya ha fallecido, como la mía.

Para empezar, digamos que la cita bíblica, hermosa por lo demás, hace alabanza de María, en su condición de Madre de Dios, cuando dice: “Bendita eres entre todas las mujeres, y bendito es el fruto de tu vientre, Jesús”.  Y así, la imagen de la madre se dibuja en todo su esplendor y en toda su ternura, en todos los confines de la tierra.

No en vano los creadores de belleza, los escritores, los poetas, los pintores, y en general los artistas, hermosean a diario su figura, llenan páginas con lo mejor de su magín, su sensibilidad  y su arte, e inmortalizan el nombre de la madre, al perpetuarla en la virtud del verso o en la belleza sutil de la prosa.

El aserto anterior está demostrado en las páginas  de Cien años de soledad, la obra magna de nuestro Nobel Gabriel García Márquez, cuando dio vida a Úrsula Iguarán, la madre de José Arcadio y Aureliano Buendía, allá en el inefable Macondo: “Activa, menuda, severa, aquella mujer de nervios inquebrantables, a quien en ningún momento de su vida se le oyó cantar, parecía estar en todas partes desde el amanecer hasta muy entrada la noche, siempre perseguida por el suave susurro de sus pollerines de Olán.

Gracias a ella, los pisos de tierra golpeada, los muros de barro sin encalar, los rústicos muebles de madera construidos por ellos mismos estaban siempre limpios, y los viejos arcones donde se guardaba la ropa exhalaban un tibio olor de albahaca”.

La Odisea, el canto épico de Ulises, rey de Ítaca, nos presenta a Penélope, la madre de Telémaco,  como una madre amorosa y esposa excepcional, tejiendo y destejiendo su mortaja, en espera de su amado esposo, antes que desposarse con otro rey, distinto al padre de su hijo.

Alexei Maximovich Pyeshkov, el gran maestro de la literatura rusa, mejor conocido como Máximo Gorki, por su parte, escribe una novela conmovedoramente hermosa, cuyo título es, precisamente,  La Madre.

Toda ella es un sentido homenaje a Pelagia Vlasov, la madre de Pavel, el protagonista de la historia, cuyo amor entrañable por él “le dio la suficiente presencia de ánimo para entrar  en comunión con los anhelos y propósitos de Pavel, y ante sus ojos, tanto tiempo obnubilados por la resignación y la inercia, se abrieron las insospechadas posibilidades de la independencia y la dignidad”.

El género cuento no es menos expresivo a la hora de presentarnos a la figura materna, padeciendo en carne propia el dolor del hijo. En Sangre en los Jazmines, del colombiano Hernando Téllez, a mi juicio el mejor cuentista de Colombia, aparece mamá Rosa, la madre de Pedrillo, soportando el dolor y la causa del hijo:

(…) “Cuando mamá Rosa recuperó el sentido y pudo otra vez incorporarse, le pareció que Dios no era completamente justo con ella, pues le permitía vivir para ver lo que estaba viendo: Pedrillo había sido cazado por los guardias ─él debía haber disparado al aire para llamarles la atención y salvarla a ella─ y ahí, en el naranjo que adornaba la minúscula huerta fronteriza a la puerta de entrada, estaba colgado de las manos, como un cuero de res, las espaldas desnudas, desgarradas y sanguinolentas.

El grito de mamá Rosa hizo volver la cara a los tres guardias. Mamá Rosa veía brillar el sol de media tarde, como una llaga, en esa dura espalda maciza del gigante Pedrillo que de su vientre había salido una noche, frágil y pequeñito. Ahí estaba Pedrillo, peor que un perro apaleado. “Y que Dios me perdone: como Cristo”. Sus propios dolores se le olvidaron a mamá Rosa.

Ya no sentía su cuerpo, sino el cuerpo de Pedrillo. Era como si esa espalda fuera su propia carne. No, no eran sus dolores sino los dolores de Pedrillo que en ella resonaban, repercutían y le desollaban la carne y el alma. Pobre mamá Rosa con su linda mata de pelo oscuro, partida en dos, con su cabeza bíblica de madre campesina donde ahora se hundían unas manos desesperadas y trágicas”.

Los poetas, por su parte, en un concierto de voces, de música y de palabras, ensimismados en sus figuras y en su otredad, producen a diario poemas a la madre con tal devoción y tal ternura, que muchos parecen verdaderas oraciones, hermosas alabanzas, verdaderas loas para los sueños y la dicha.  La poesía es especialmente generosa para con la madre, tal vez porque la madre misma es muchas veces poesía hecha mujer.

Madre es la palabra breve y dulce; es la figura inasible,  pero presente en el corazón de un niño ─en el noble y pobre corazón de un niño─, cuando el cuerpo es sólo escombros, víctima preferida del abandono y la pobreza, como ocurre en el poema Paquito, del vate mejicano Salvador Díaz Mirón:

 

“Cubierto de jiras,

al ábrego hirsutas

al par que las mechas

crecidas y rubias,

el pobre chiquillo

se postra en la tumba;

y en voz de sollozos

revienta y murmura:

“Mamá, soy Paquito;

no haré travesuras”.

 

Y un cielo impasible

despliega su curva.

 

“¡Qué bien que me acuerdo!

La tarde de lluvia;

las velas grandotas

que olían a curas;

y tú en aquel catre

tan tiesa, tan muda,

tan fría, tan seria,

y así tan rechula.

Mamá, soy Paquito;

no haré travesuras”.

 

Y un cielo impasible

despliega su curva.

 

“Buscando comida,

revuelvo basura.

Si pido limosna,

la gente me insulta,

me agarra la oreja,

me dice granuja,

y escapo con miedo

de que haya denuncia.

Mamá, soy Paquito;

no haré travesuras”.

 

Y un cielo impasible

 despliega su curva.

 

“Me acuesto en rincones

solito y a obscuras.

De noche, ya sabes,

los ruidos me asustan.

Los perros divisan

espantos y aúllan.

Las ratas me muerden,

las piedras me punzan…

Mamá, soy Paquito,

no haré travesuras”.

 

Y un cielo impasible

despliega su curva. (…) 

El otro mejicano grande, Manuel Gutiérrez Nájera, en desarrollo de su vasto universo poético y punzado por la ausencia de la madre, escribe:

“¡Madre, madre, si supieras

cuánta sombra de tristeza tengo aquí!

Si me oyeras,

y si vieras esta lucha

que ya empieza para mí.

 

Tú me has dicho que al que llora

Dios más ama; que es sublime consolar:

ven entonces, madre y ora;

si la fe siempre redime, ven a orar.

 

De tus hijos el que menos

tu cariño merecía soy quizás;

pero cual sufro y peno

has de amarme, madre mía, mucho más”. (…)    

Por mi parte, regresando a la añoranza de mi primera cartilla de lectura, llego hasta la inolvidable presencia de mi madre María Georgina, por la época feliz de la infantilidad, cuando abría mi cartilla escolar y rompía a leerme, dulcemente, trozos hermosos de mi Cartilla Charry. Las cartillas –recuerdo–, eran libros bellos, de tapas gruesas, bien encuadernados e impresos y con múltiples ilustraciones, tan iluminadas y tan íntimas, que tenían la virtud de poblar el corazón de ternura y la mente de letras que servían para escribir “papá”, y decir “mi mamá me mima” con un sonido especial, como el que tiene la lluvia cuando el corazón está contristado.

Leamos, para concluir esta oración a las madres, el hermoso y recordado poema, Caricia, de la chilena Gabriela Mistral:

“Madre, madre, tu me besas,

pero yo te beso más.

Como el agua en los cristales,

caen mis besos en tu faz…


Te he besado tanto, tanto

que de mi cubierta estás

y el enjambre de mis besos

no te deja ni mirar.

 

Si la abeja se entra al lirio,

no se siente su aletear:

Cuando tú, a tu hijito escondes

no se le oye el respirar…


Yo te miro, yo te miro

sin cansarme de mirar,

y qué lindo niño veo

a tus ojos asomar…

 

El estanque copia todo

lo que tú mirando estás;

Pero tú en los ojos copias

a tu niño y nada más.


Los ojitos que me diste

yo los tengo que gastar

en seguirte por los valles,

por el cielo y por el mar…”

Este era uno de los poemas preferidos de mi madre, cuando en momentos de infinita ternura, por la época de mi asombrada niñez, me lo cantaba mirándome  los ojos, mientras acariciaba mi cabello híspido.

Celebremos, pues, a nuestras madres, en paz y con amor. Aun si ya descansa en la paz del señor, como ocurre con la mía; ¡la dulce madre mía!

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Redacción Minuto30

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