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Capítulo 12: Inventos, creencias y tradiciones familiares

Por: Lenín Cardona Puerta

Capítulo 12: Inventos, creencias y tradiciones familiares

Resumen: Cada una de estas experiencias, aunque aparentemente simples, dejaron huellas en mi formación. Desde mis juegos con radios descompuestos hasta las enseñanzas de mi tío y las visitas de mi abuela

Este resumen se realiza automáticamente. Si encuentra errores por favor lea el artículo completo.

En mi infancia en Uramita, cada día era una oportunidad para descubrir algo nuevo. Ya fuera explorando los restos del taller de mi padre, viviendo tradiciones llenas de misticismo o disfrutando las visitas de familiares que traían consigo un pedazo del mundo exterior, mi curiosidad parecía no tener fin. En este capítulo, compartiré algunos de esos recuerdos que marcaron mi niñez y despertaron en mí el deseo de aprender y crear.

Los inventos con los radios viejos de mi padre

Antes de ser dueño de la primera y única panadería de Uramita, mi padre tuvo un taller donde reparaba radios y trabajaba con fotografía. Aunque cuando yo crecí ya no ejercía esta labor, aún quedaba un testigo de su oficio: un viejo sarzo lleno de radios descompuestos y piezas electrónicas. Para muchos, aquello no era más que chatarra, pero para mí era un tesoro lleno de posibilidades.

Pasaba largas horas explorando esos restos, sacando motores, imanes y circuitos con los que intentaba hacer funcionar pequeños carros eléctricos o cualquier otra cosa que mi imaginación me permitiera construir. Desarmaba y rearmaba, experimentaba con conexiones, y aunque muchas veces terminaba con piezas inservibles en mis manos, la emoción de crear y descubrir algo nuevo era inigualable. En ese rincón polvoriento nació mi fascinación por entender cómo funcionaban las cosas.

“Sacar las ánimas”: una creencia uramiteña

En Uramita existía una tradición muy peculiar llamada “sacar las ánimas”. Esta creencia sostenía que, en ciertas noches, las almas del purgatorio podían ser guiadas fuera del cementerio por medio de un ritual. El encargado de hacerlo era un personaje singular llamado Héctor Rúa.

Cada medianoche, Héctor subía al cementerio emitiendo unos gritos estridentes y tenebrosos. Se decía que las ánimas lo seguían en su recorrido, pero había una condición: no podía mirar hacia atrás, pues si lo hacía, una maldición caería sobre él.

Mi padre, cansado de no poder dormir por estos eventos nocturnos, decidió tomar cartas en el asunto. Con su ingenio característico, grabó la voz de Héctor y, al día siguiente, cuando este pasó por nuestra casa, le reprodujo la grabación a través de un parlante. La frase decía: “Un padrenuestro por las benditas ánimas del purgatorio, quien las pudiera aliviar”. La reacción de Héctor no fue precisamente de agradecimiento; molesto por la burla, inició una discusión con mi padre. Sin embargo, desde entonces, las madrugadas fueron un poco más tranquilas en nuestro hogar.

Las visitas de mi abuela Santos Giraldo

Uno de los momentos más esperados del año era la visita de mi abuela Santos Giraldo, quien vivía en las selvas del Chocó. No solo traía consigo la alegría de verla, sino que llegaba cargada de historias y productos que en Uramita eran toda una novedad.

Entre los muchos recuerdos que tengo de sus visitas, uno de los más especiales era cuando nos preparaba gelatina de pata de vaca o natilla de maíz. Su cocina tenía un sabor diferente, con ingredientes y técnicas que parecían venir de otro mundo. Además, fue ella quien trajo a Uramita la semilla del carambolo, una fruta que con el tiempo se hizo parte del paisaje de nuestro hogar.

Las tardes con mi abuela eran mágicas, llenas de relatos sobre la vida en el Chocó, sobre sus costumbres y sobre la naturaleza exuberante que la rodeaba. Gracias a ella, mi imaginación viajaba a esos rincones desconocidos, despertando mi curiosidad por el mundo más allá de Uramita.

Mi tío Chucho y las enseñanzas del ejército

Otra visita que siempre esperaba con ansias era la de mi tío Chucho. En aquella época, él estaba prestando servicio militar, y cuando llegaba al pueblo con su uniforme caqui, irradiaba energía y entusiasmo.

Para mí, ver a mi tío en aquel uniforme era como tener un superhéroe en la familia. Con su disciplina y fortaleza, nos motivaba a hacer ejercicio y nos enseñaba algunas rutinas que él mismo practicaba en el ejército. Siempre me decía que yo iba a ser musculoso y muy resistente, y con él pasaba horas haciendo flexiones, jugábamos golpeándonos fuertemente en el abdomen y brazos y también hacíamos otros ejercicios. Aunque en ese momento lo tomaba como un juego, esas experiencias sembraron en mí el gusto por el deporte y la actividad física.

El Año Viejo, la quema de esponjilla y el beso de medianoche

En Uramita, despedir el año tenía una serie de rituales que llenaban la noche del 31 de diciembre de emoción, ruido y fuego.

Uno de los más esperados era la quema del muñeco de Año Viejo. La comunidad se reunía para elaborar un muñeco con ropa vieja, relleno de aserrín y pólvora. Pero no era solo un simple muñeco; representaba todo lo que queríamos dejar atrás del año que terminaba. Se le ponían mensajes o se escribían deseos para el nuevo año. Luego, a la medianoche, se le prendía fuego mientras todos lo observábamos con emoción y júbilo. Era una forma de cerrar ciclos, de soltar lo malo y recibir el futuro con esperanza.

Junto a esta tradición, estaba la quema de papeletas, totes, voladores y quema de esponjilla, que consistía en encender pequeños trozos de esponja metálica (como la que se usa para lavar platos). Al prenderse, la esponjilla producía chispas como si fueran fuegos artificiales caseros. Los niños y jóvenes nos divertíamos corriendo con las esponjillas encendidas, girando los brazos para formar círculos de fuego en el aire. Era un espectáculo sencillo, pero para nosotros tenía la magia de la pólvora.

Y cuando llegaba la medianoche, entre abrazos y algarabía, los muchachos teníamos un último truco bajo la manga: el beso de Año Nuevo. La emoción del momento, la confusión de la celebración y la multitud de gente nos daban la oportunidad perfecta para acercarnos a alguna chica que nos agradara y, con suerte, robarle un beso de Año Nuevo. Para nosotros, aquello era casi un reto y una tradición no escrita que muchos esperábamos con ansias.

Reflexión final

Cada una de estas experiencias, aunque aparentemente simples, dejaron huellas en mi formación. Desde mis juegos con radios descompuestos hasta las enseñanzas de mi tío y las visitas de mi abuela, todo contribuyó a despertar en mí la curiosidad, la creatividad y la capacidad de valorar las tradiciones.

Las creencias del pueblo, como “sacar las ánimas”, reflejaban la riqueza cultural de Uramita y el poder de las historias que se transmitían de generación en generación. Y las festividades de fin de año nos recordaban que siempre hay un momento para soltar lo viejo y recibir con esperanza lo que está por venir.

Hoy, al recordar estos momentos, entiendo que mi infancia fue un constante descubrimiento, donde la vida misma era el mayor laboratorio de aprendizaje.

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Redacción Minuto30

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