Resumen: A través de estas experiencias comprendí que la vida estaba llena de contrastes
La juventud en Uramita no solo estaba marcada por la sencillez de la vida diaria, sino también por las experiencias que formaron mi carácter y mi manera de entender el mundo. Entre el trabajo duro, las festividades locales, la espiritualidad y los viajes a Medellín, cada vivencia me dejó enseñanzas valiosas.
Trabajos de construcción
Desde muy joven, aprendí la importancia del trabajo duro y la disciplina. Uno de los oficios que me enseñó más lecciones fue el trabajo en construcción.
Recuerdo claramente cuando mi tío Libardo regresó a Uramita después de haber vivido muchos años en Medellín. Me dediqué a ayudarlo en varios trabajos de construcción, incluyendo la remodelación de nuestra casa. Las jornadas eran intensas bajo el inclemente sol, sacando arena y piedras del río para preparar la mezcla. Con las manos llenas de cemento y la ropa cubierta de polvo, tomábamos un descanso en la panadería de mis padres, donde entre chiste y chiste, disfrutábamos de un rollo dulce con un vaso de leche antes de retomar nuestras labores.
El trabajo en la construcción no solo consistía en levantar paredes; también era una escuela de vida. Aprendí a estacar adecuadamente, a armar la estructura de varillas y adobes para que al vaciar la mezcla no se derrumbara. La disciplina, el esfuerzo y la dedicación fueron principios que absorbí casi sin darme cuenta. Además, al compartir el trabajo con otras personas del pueblo, siempre había historias y consejos que moldearon mi visión sobre la vida adulta.
Certámenes y fiestas
Las fiestas en Uramita siempre fueron eventos memorables. Pero no solo se trataba de bailar, beber y compartir, sino también de participar en certámenes que requerían talento, creatividad y dedicación.
Estuve involucrado en desfiles de moda y presentaciones de baile. Para prepararnos, confeccionábamos nuestros trajes con un trapo rojo que, en el argot uramiteño, llamábamos “dulce abrigo”. Aunque hoy en día, al ver las fotos de aquellos eventos, siento algo de vergüenza, también siento un gran orgullo.
Lo habitual era que para estos eventos quienes nos preparaban eran los “Maricas” del pueblo, quienes tenían un talento natural para la moda y el baile. Ellos se esmeraban en que nuestras presentaciones fueran impecables y, a su manera, jugaban un papel esencial en la vida cultural de Uramita. Era un contraste interesante, porque mientras en otros lugares se señalaba a estas personas, en nuestro pequeño pueblo todos colaborábamos y convivíamos sin prejuicios.
Los cultos y la espiritualidad
En mi casa, la religión siempre tuvo un lugar importante. Mi familia era evangélica y, desde niño, se me inculcó la importancia de la fe. En Uramita, los cultos reunían a buena parte del pueblo, no solo como un acto de devoción, sino también como un espacio de encuentro social.
En los cultos, observaba a la gente orar con fervor, cantar con pasión y, en ocasiones, incluso llorar en un acto de entrega espiritual. Pero yo era un niño inquieto, con una curiosidad que me llevaba a divagar mientras el predicador hablaba.
A veces, escapaba de esos cultos para ir a la casa de la tía Pastora, a la casa de los Henao o a donde mi abuela para ver televisión. Mentía a mis padres diciendo que había asistido al culto y, aunque solía ser descubierto y castigado, el deseo de explorar lo desconocido era más fuerte.
Mi padre tenía un instrumento propio para los castigos: un rejo, una correa o incluso un alambre de electricidad. Más de una vez, esas correcciones dejaron marcas en la piel, pero más que las cicatrices físicas, lo que realmente quedó grabado en mi memoria fue la sensación de vigilancia constante y la necesidad de encontrar pequeños escapes, como las visitas furtivas a ver televisión en casa de mi abuela. A pesar de todo, esos momentos de rebeldía también fueron parte de mi aprendizaje sobre los límites y la libertad.
Los viajes a Medellín y la carretera
Ir a Medellín era un acontecimiento que no ocurría con frecuencia y que algunos, incluso, murieron sin conocer. La primera vez que fui, fue un evento inolvidable.
La carretera hacia la ciudad era todo un desafío, llegaba mareado, vomitado y sumamente cansado por el paso por esas curvas peligrosas y tramos empinados. Pero la emoción de llegar a un lugar tan distinto a Uramita hacía que el esfuerzo valiera la pena. Ver la vida urbana, sus edificios, su gente y su ritmo acelerado era un choque cultural que me dejaba asombrado.
Lo que más me impactó fue ver el edificio Coltejer, el más alto de la ciudad en ese entonces. Había escuchado tantas historias sobre él que parecía casi mítico. Al subir en el ascensor, sentí un vacío en el estómago que jamás había experimentado, una sensación parecida a la que se siente cuando tiembla la tierra.
El motivo de mi viaje a Medellín fue porque mi madre iba a una convención evangélica en la Plaza de Toros. Nunca había visto tanta gente reunida en un solo lugar. Allí, la gente oraba, cantaba, se desmayaba en actos de fervor religioso, mientras yo, atónito, solo quería explorar la ciudad.
Mi Tía Liria, que vivia en Medellín era nuestra guía, nos llevó a visitar a mi tío Libardo, que vivía en el barrio Moravia, que en ese entonces era el basurero de Medellín. Unos amigos de infancia de Uramita, que apodábamos “los garras”, tambien vivían en este barrio y trabajaban en el reciclaje y me llevaron a recoger objetos que para mí eran auténticos tesoros.
Mi tía, orgullosamente también me llevó a conocer a algunos familiares en el barrio Picacho. Allí, por primera vez, vi un juguete que me dejó fascinado: un tren de carros automáticos. Nunca había visto algo así y quedé maravillado con su funcionamiento.
Reflexión final
A través de estas experiencias comprendí que la vida estaba llena de contrastes. Desde el trabajo duro en la construcción hasta las festividades locales y la búsqueda de espiritualidad, cada momento me enseñó algo nuevo. Y cada viaje a Medellín, por más breve que fuera, me abría un mundo de posibilidades que me motivaban a soñar más allá de las montañas que rodeaban a Uramita.
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