Alguna vez, muy niño, presa ya de mi romanticismo en ciernes, pregunté a mi padre, un hombre inteligente y bueno, sin mucha academia pero inmenso de corazón y abundantes lecturas, por qué los barcos no se hundían. Él, con sobrado cariño, harta sabiduría y sencillez, me respondió:

“Hijo, para que los barcos no se hundan, necesitan un cimiente sólido, un polo al mar, algo que les de equilibrio. Para ello, necesitan un depósito adecuado y necesario de lastre. El lastre es un peso que se coloca en una embarcación, a fin de variar su centro de masa y su estabilidad. Por lo general –continuaba mi padre–, cuando un buque descarga los productos que transporta, embarca lastre, lo que permite seguir navegando con el calado óptimo.

En esencia –terminaba, mi maestro y padre–, el lastre es piedra de mala calidad y en lajas resquebradas, anchas y de poco grueso, que se convierten en material pesado y desechable y que se embarcan cuando la ausencia de carga hace difícil su conducción, o navegación, en el caso de los barcos”.

No sé si este fenómeno es el que pretenden en el barco Petro, con el arribo de personajes de misérrima catadura moral, escaza altura política y voracidad burocrática insaciable, que están subiendo al barco victorioso llamado Gustavo Francisco Petro Urrego, hijo de Ciénaga de Oro, en Córdoba, a escasos kilómetros del Ubérrimo, y encallado hasta el 20 de julio próximo en las inmediaciones del Palacio de Nariño.

Personajes oscuros, de la peor calaña política y social, hacen su arribo y se suben al barco Petro con una facilidad pasmosa, y uno no sabe qué pensar, si su papel en el barco del electo presidente, es el de simple lastre para emprender la travesía de los próximos cuatro años, estable y con mar en calma, como convendría al electo presidente, ungido ahora del más divino amor, o, simplemente, se apropincuan en santa paz, ante el tufillo de la escudilla billonaria del presupuesto nacional, sin importar que a ella confluyan, por igual, pericotes, gatos, camaleones, zorros, zarigüeyas y todo tipo de roedores, hasta hace poco, antípodas y enemigos irreconciliables.

La otra teoría, la que quisiera ver a bordo, es un gran acuerdo nacional, para buscar la paz, la prosperidad y el fortalecimiento de nuestra democracia, tesoro al cual no podemos renunciar y, ese sí, por cuidar a toda costa, manteniendo a raya piratas, corsarios, filibusteros y engañabobos, investidos muchos de elección popular, y creyendo todavía que esa elección es patente de corso para hacer, deshacer y saquear. Y que conste que no estoy hablando de ningún alcalde, nacido y crecido a la vera del rio Medellín.

Si es esto último, creo que el barco Petro tendrá que desplegar todos sus motores a muy buena potencia, porque habrá tanto roedor a bordo, guardiando, ansiando y exigiendo su porción de queso, al punto que seguro peligrará la santa idea de la benemérita Vicepresidenta Francia Márquez, en sus loables y maternos deseos porque todos hagamos una travesía sabrosa. Y lo más delicado y peligroso, hará que el barco Petro, finalmente, naufrague ante el peso de la voracidad desmedida de su onerosa fauna a bordo.

Yo, Señor, pido equilibrio y buena mar para el barco Petro, porque amo a Colombia.

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