Cuando hacía mis primeros pinitos como estudiante de psiquiatría, un reconocido profesor de varias generaciones de médicos resumió así estas dos patologías que aquejan el mundo actual sin recurrir a explicaciones biológicas, genéticas o ambientales, una definición lapidaria pero certera.

Y es que a veces lo que menos hacemos, es vivir la vida.

Parecemos autómatas que repetimos una y otra vez las mismas secuencias durante semanas, meses y años. Sabemos que estamos vivos porque respiramos, porque tenemos frecuencia cardíaca y porque dormimos, pero si no fuera por estas funciones biológicas podríamos aseverar que hemos muerto.

Nos levantamos pensando en lo que va a ocurrir en el trabajo, trabajamos pensando en el momento en que regresemos a nuestra casa, regresamos a casa pensando en lo que haremos mañana y así sucesivamente nos la pasamos con vidas aplazadas, con momentos no vividos y con experiencias vacías de sentido.

Más allá de conectarse con el presente, lo cual es necesario y requerido, lo que podría identificarse como significativo es la revisión del sentido de vida. Si ello no está claro y si no lo hemos podido precisar en la realidad cotidiana, no habrá posibilidad de tener un pasado con ciertas situaciones resueltas, ni un presente lleno de sentido, ni mucho menos un futuro planeado que pueda compensar dicha sensación de vacío.

Vivir la vida no es acumular años, ni viajar, ni trabajar, ni amar, ni comer, ni leer, ni estudiar, ni producir. Vivir la vida está íntimamente ligado a la capacidad de conectarse consigo mismo, de hacerse cargo de la propia realidad y de aprovechar la cotidianidad con las ventajas y limitaciones que en ella se presenten. Más que un acto de resignación es una decisión de resignificación de la vida.

Suena simple pero no lo es, aunque no es tan difícil como podría imaginarse.

Sentir que la vida pierde sentido es bastante fácil.

Basta una ruptura amorosa, una crisis laboral, un conflicto en la familia, una enfermedad, un fracaso económico o cualquier otra situación para poner en jaque nuestro sentido vital.

Aunque en cada persona es diferente y pueden encontrarse quienes pueden hacerles frente a situaciones complejas y salir fortalecidos de las mismas, es común ver grandes realidades laborales, familiares, sociales e individuales, derrumbarse como un castillo de arena.

Nos hemos acostumbrado al éxito como punto de referencia para la vida, hemos puesto la excelencia como la única vía para asumir la realidad y hemos ubicado los logros, la felicidad y la plenitud en la cima de la existencia y como única vía posible para ser y para estar en el mundo. Ello termina siendo una trampa compleja de esquivar y un destino fatal que nos recordará con mayor fuerza que estamos incompletos, que siempre habrá algo fallido y que nunca habrá un último y mejor paso en cualquier cosa que emprendamos.

Cuando el fracaso se instala, cuando la falta aparece, cuando la felicidad es esquiva, cuando los logros se nos escapan y cuando lo que habíamos construido como puntos de anclaje para la seguridad propia se desvanecen o se mueven de lugar, la vida pareciera inútil y la emoción de existir comienza a irse por el desagüe.

Aunque suene a un asunto obvio del que todos hablamos y frente al cual es a veces difícil actuar con coherencia, se hace necesario vivir la vida. La conexión con la propia realidad, con los errores y los aciertos, con los límites y las posibilidades, con las culpas y las alegrías, con los defectos y las virtudes, es algo requerido y que habrá de asumirse en la cotidianidad, a lo largo de los años y como un asunto jamás terminado.

¡Vive carajo, vive que la vida es efímera ! puede ser una expresión necesaria para recordarse de manera diaria que la existencia es un constante vaivén y un eterno sube y baja del cual podremos aprender si nos disponemos a hacerlo.

Así la realidad afuera tenga visos de fatalidad y de caos, la decisión propia en torno a cómo verla es la única que realmente tendrá sentido y que podrá movernos de lugar.

Es necesario hacerse cargo de la idea de pasado que hemos construido, reconciliarnos con aquello que nos hace ruido en el recuerdo y hacer las paces con esos asuntos, a veces temibles, oscuros y catastróficos, que conocemos de nuestra vida.

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La depresión es exceso de pasado y la ansiedad exceso de futuro.

Para vivir una vida no aplazada habremos de construir la misma desde el disfrute de lo cotidiano y desde la conexión con lo simple. Por supuesto que se hace necesario gozar de los logros, los éxitos y las grandes conquistas, pero si ello no pasa por el reconocimiento de lo mínimo, de lo pequeño y de lo esencial, el camino quedará fácilmente truncado.

Por último, construir y encontrar el sentido de la propia vida no es un asunto de un día, ni de un año y ni siquiera podrá resolverse teniendo como punto de medida una década. Es una labor que se habrá de mantener a lo largo de la vida y hasta que la vida misma, cese.

Mientras haya vida, será posible resignificar la realidad y reconstruir aquello que se siente perdido.

Vale la pena vivir la vida, vale la pena sentir la experiencia cotidiana desde el reconocimiento de lo simple y vale la pena conectarse con aquello que nos permite anclarnos en la existencia

A vivir la vida !

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Redacción Minuto30

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