Félix es el director de la banda al estar investido con el poder divino que le otorga la única llave de la caja registradora que lleva atada al delantal como un apéndice de su cuerpo. Cercano a los 50, todavía conserva su actitud de dandi madrileño y una voz grave y carrasposa que esconde en las profundidades de la sonrisa díscola que enseña sin pudor a todas las extranjeras que se acercan al mostrador. Conoce cada maña del oficio: te sirve la entrada que nadie se come “mientras sale la que pediste”, disimula el líquido perdido de la cerveza que se le resbaló de las manos dando un golpe seco a la botella para que la espuma emergente distraiga al consumidor, y a quienes no son clientes frecuentes les dispensa “cañas” en el tamaño más caro que ofrecen. Su típica picaresca española, digna del Lazarillo de Tormes o del Buscón de Quevedo, es parte esencial de aquel caos sincronizado.

Al otro lado de la barra cuadrilátera que ocupa el centro del local, y sobre la que desfilan toda clase de delicias frías que en silencio coquetean con la clientela, está Ángel. Su cara mustia y carácter introvertido contrastan violentamente con la efusividad rocambolesca de Félix. La línea de su boca rara vez se curva para bien o para mal y los escasos ojos que se adivinan bajo sus abultados párpados apesadumbrados delatan haber visto demasiadas cosas que no desea compartir. Generoso con las porciones y dueño de los meñiques más musculosos que he visto (y gracias a los cuales puede transportar dos pintas de cerveza rebosantes por mano sin parpadear) se mueve como un susurro al que poco le trasnocha hacer amigos, pero que cumple su misión con disciplina y estoicismo soviéticos.

Por la puerta entra Julio, el más viejo de los tres, gritando que le preparen un tinto de verano (vino tinto con gaseosa) y zigzagueando con un alcohólico paso errático que hace ver aún más impresionante el acto de equilibrio de las torres de platos sucios que viene cargando. Su decrépito uniforme púrpura berenjena es un crisol de manchas que se limpia cada mañana para coleccionarlas nuevamente a la noche siguiente. El blanco macilento del alioli (mayonesa con ajo), el ocre residuo de algún chorro de cerveza Mahou mal dispensado, el tono opaco de las gotas de aceite salpicadas al fritar las croquetas y el espeso e inconfundible naranja salmón de la salsa de patatas bravas, todos los colores y texturas de la gastronomía española se dan cita en aquel trozo de tela.

Esa es la anatomía del clásico bar español, una desordenada sinfonía de vasos de vidrio grueso que se golpean toda la noche entre deliciosos entremeses que llegan gratis con tu bebida. Un lugar regido por Félix, Ángel y Julio, cada uno a su estilo, pero del que todos se irán satisfechos a casa, así ello implique echar sin tacañería dos cucharadas más de ensaladilla rusa y cobrar un par de euros menos como cortesía. Jamás había presenciado algo así.

@FuadChacon

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Redacción Minuto30

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