Tal vez lo que voy a narrar no sea muy usual, pero me ocurrió hace tres días. Antes de contar lo sucedido haré un poco de historia y lo hago para encuadrar mi relato. Quienes han hablado conmigo, leído mis escritos, estado en mis clases, seminarios, congresos o encuentros semejantes, saben que siempre que hablo de pedagogía me refiero a los profesores de mi escuela.

Hoy no será la excepción, recuerdo que, en mi primer año de escuela, me tocó con la señorita Georgina Ochoa, mujer menudita, de baja estatura quien, con sus gafas grandes y mirada pausada, me enseñó a leer y escribir, jamás olvidaré su paciencia y entrega, a ella le debo que hoy pueda descifrar lo que otros escriben y que pueda comunicar mis sentimientos y opiniones a través de la palabra escrita, todo gracias a esa humilde maestra que nos enseñó con amor. Hoy con nostalgia recuerdo su caminar pausado por aquel corredor de baldosas rojas, sí, en mi memoria aún reposan sus gestos nobles, su humildad en el vestir y la forma como nos hablaba y trataba; un mundo de sentimientos, revueltos con nostalgia, llegan a mi mente con solo mencionar su nombre. Nunca olvidaré a mi maestra.

Soy sincero al decir que en aquel momento de mi vida no me pregunté por qué le decíamos señorita si ella era una persona mayor y con hijos, en nosotros eso no despertaba interés, era la profesora de 1°A, y, eso era lo que importaba, puedo asegurar que en nuestras mentes infantiles no había lugar para vanos cuestionamientos y tontos prejuicios. Por aquellos años escolares, el término profesor o profesora era muy escaso y el de teacher no existía, las profesoras eran señoritas, título de dignidad y respeto. Lo cierto es que todos éramos muy respetuosos con la señorita Georgina.

Como el WhatsApp no se había inventado, y por ende los grupos cibernético-espaciales tampoco, es claro que las mamás solo se veían cuando iban a la escuela, y en vez de oponerse a las tareas y exigencias de la señorita Georgina, mi madre y sus colegas respetaban y respaldaban las decisiones escolares. La Señorita se respetaba, ¡ah… carajo!, una queja de la señorita a una mamá era pela fija, el niño que se comportara mal ya sabía qué le esperaba, la funesta sentencia, “en la casa arreglamos”, era la señal de que recibiríamos un castigo.

La señorita no solo nos enseñaba a leer, escribir, sumar y restar, también nos enseñaba a cantar y bailar, pero, a cantar canciones bonitas, recuerdo su canción preferida “Pescador, lucero y río”, de Silvia y Villalba. Ensayamos y ensayamos esa canción para un acto cívico de juramento a la bandera, recuerdo que ese día cantamos a todo pulmón la canción y, ¡oh sorpresa!, me llamaron al frente para que yo izara la bandera como el mejor estudiante del grado primero, en cuestión de segundos me convertí en un niño importante en y para la escuela, todos me miraban y yo me ponía coloradito y mis manos sudaban. Guardo en mi memoria el abrazo de mi maestra y unos dulces que me obsequió como regalo, ese día para mí es inolvidable.

Como en los años 70’, del siglo anterior, ni el Video-Beam ni el televisor habían llegado al aula de clase, la señorita colgaba de un clavo medio torcido, que había en la parte superior del tablero, unos mapas inmensos, además de unos dibujos con las partes del cuerpo humano, gráficos de plantas y diferentes animales, eso lo aprovechaba la señorita para hacernos repetir y repetir los reinos de la naturaleza; Animal, Vegetal y Mineral.

No miento cuando digo que a lo que más le temía era la clase de canto, todos los martes, martes aciagos para mí, debíamos pararnos al frente del grupo y empezar a cantar. Mis piernas temblaban, mis manos sudaban y mis cachetes se ponían rojitos de la pena cuando con mi voz chillona empezaba a cantar, ah, desde niño supe que en el canto no estaban mis fortalezas futuras. Sin salirme del tema, quiero decir que algo claro para mí hoy, es que las señoritas y los profesores de mis primeros años escolares, no tenían especializaciones, maestrías o doctorados, no, ellos tenían algo más valioso, vocación y sobre todo mucho amor por lo que hacían.

Por esas cosas que uno a veces no puede explicar, pero que suelen suceder, resulta que la Institución Universitaria (ITM) me invitó a un Diplomado para Docentes Noveles, gesto que agradecí inmensamente. Antes de empezar la primera clase uno de los estudiantes se me acercó para decirme que se retiraría un poco antes ya que tenía su madre enferma y debía cuidarla. En el segundo encuentro, yo hacia la diferencia entre maestro y profesor, aduciendo que profesor es aquel que profesa un saber y lo transmite, mientras que el maestro no solo transfiere un saber, sino que además deja una huella indeleble en los estudiantes convertidos en sus discípulos, argumenté que el profesor suele ser olvidado, mientras que el maestro queda en el baulito de los recuerdos. Les dije que yo recordaba con cariño a mi maestra Georgina Ochoa, de inmediato mi estudiante se puso en pie y me dijo “Georgina Ochoa es mi madre, tu maestra, mi madre está enferma, y voy a cuidarla…” Aún estoy anonadado.

Pd; rindo un sentido homenaje a mi maestra Georgina y, a mi escuela “República de Honduras”, en el barrio Santa Cruz (Medellín). Reconozco que estoy viejo, mi maestra también lo está, somos una generación de roble que poco a poco nos vamos apagando. ¡Un abrazo maestra!

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Redacción Minuto30

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