Resumen: La politiquería convirtió la democracia en un negocio. Gobernar dejó de ser un acto de servicio para transformarse en una inversión: se pone dinero en campaña para luego recuperarlo con intereses desde el poder
A Colombia no se la robaron de un solo golpe ni en una noche oscura. Se la fueron llevando poco a poco, a plena luz del día, con discursos grandilocuentes, promesas recicladas y sonrisas de campaña. Se la robaron mientras el país se acostumbraba a la indignación fugaz y al olvido rápido. Se la robaron porque durante demasiado tiempo la corrupción dejó de escandalizar y pasó a parecer parte del paisaje.
No se trata solo de dinero —aunque billones perdidos en contratos amañados, obras inconclusas y presupuestos inflados duelan—, sino de algo más profundo: la confianza. Cada escándalo, cada funcionario que se enriquece mientras jura servir al pueblo, le arranca a Colombia un pedazo de su fe en lo público. Y un país sin confianza es un país cansado, resignado, vulnerable.
La politiquería convirtió la democracia en un negocio. Gobernar dejó de ser un acto de servicio para transformarse en una inversión: se pone dinero en campaña para luego recuperarlo con intereses desde el poder. El mérito fue reemplazado por el favor, la capacidad por la lealtad ciega, la ética por la conveniencia. Así, el Estado terminó administrado como botín, no como responsabilidad.
Los malos hábitos de muchos gobernantes han hecho escuela. La improvisación se volvió norma, la falta de planificación excusa, y la corrupción, una habilidad tácita. Se gobierna para el titular de mañana, no para el país de los próximos veinte años. Se inaugura lo que no funciona y se abandona lo que no da votos. Mientras tanto, hospitales sin insumos, escuelas olvidadas y carreteras a medio hacer se convierten en monumentos al descaro.
Pero sería cómodo —y falso— decir que todo es culpa de “ellos”. A Colombia también se la robaron con la indiferencia. Con el “todos son iguales”, con el voto vendido por una teja o un mercado, con la trampa cotidiana que se justifica porque “el vivo vive del bobo”. La corrupción de arriba se sostiene porque abajo se tolera, se replica o se normaliza. No nació en los palacios; se alimenta en la cultura del atajo.
El resultado es un país lleno de potencial, pero atrapado en el subdesarrollo moral de quienes lo administran mal. Un país rico en recursos y talento, pero pobre en instituciones fuertes. Un país donde la ley parece flexible para los poderosos e implacable para los demás. Donde la justicia llega tarde o no llega, y la impunidad se disfraza de legalidad.
A Colombia se la robaron cuando el cargo público dejó de ser honor y se volvió trampolín. Cuando el lenguaje del poder se llenó de excusas y tecnicismos para ocultar lo evidente. Cuando se confundió gobernar con mandar y servir con servirse.
Sin embargo, reconocer el robo no debe llevar a la resignación. Al contrario: debe ser el punto de partida. Porque lo que fue robado también puede ser recuperado. Con ciudadanía exigente, con memoria, con educación crítica, con participación que no se limite al día de elecciones. Con la convicción de que lo público importa y que cuidarlo es una tarea colectiva.
Colombia no necesita salvadores, necesita decencia. No necesita más discursos, sino coherencia. No necesita acostumbrarse al saqueo, sino indignarse de forma permanente. Porque mientras sigamos aceptando que nos roben el futuro, seguirán haciéndolo sin culpa.
Y tal vez el primer paso para recuperar a Colombia sea decirlo sin miedo, en voz alta y sin eufemismos: a Colombia se la robaron, sí. Pero no tiene por qué quedarse así, aún estamos a tiempo de recuperarla. Y esa tarea no es de un gobierno ni de un líder: es de todos.
@JuanDaEscobarC
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