Resumen: La operación, bautizada con un sarcasmo doloroso, “La cara oculta de la caridad”, destapó una verdad que la sociedad prefiere ignorar
¡$180 millones mensuales! Esa cifra, escandalosa y obscena, es el epitafio de la más vil de las explotaciones: la de la miseria infantil convertida en un negocio rentable en Medellín. Una red criminal usaba bebés y niños de la comunidad indígena Embera Katío como cebo para la caridad en zonas turísticas como El Poblado, y el macabro cálculo revela que la lástima ajena rinde más que cualquier trabajo honesto. La captura de siete personas es solo una nota a pie de página en esta historia de desvergüenza que nos debería helar la sangre. ¡No es necesidad, es cinismo criminal!
La operación, bautizada con un sarcasmo doloroso, “La cara oculta de la caridad”, destapó una verdad que la sociedad prefiere ignorar: la explotación infantil no es un fenómeno espontáneo, sino una empresa planificada. Los menores, ubicados estratégicamente en lugares de alto flujo de turistas como el Parque Lleras y Provenza, eran usados para mendigar bienes —leche, pañales, medicinas— que luego eran revendidos clandestinamente. Es decir, la compasión se traduce en mercancía, y la inocencia de un bebé es la más efectiva de las herramientas de marketing para el hampa. ¿Hasta dónde hemos llegado como sociedad para que la debilidad se cotice en el mercado negro?
Y aquí, en el corazón de la infamia, encontramos una dolorosa paradoja: los supuestos guardianes de la vida y la naturaleza, los Embera, se han convertido en los verdugos de sus propios hijos. La indignación es doble. ¿Dónde quedaron los valores ancestrales de protección y cuidado? Explotan a sus mujeres y a sus bebés, usando esa misma identidad que les confiere respeto y apoyo para engordar sus bolsillos con las ganancias de la mendicidad organizada. Han aprendido lección de sus primeros agresores, los conquistadores españoles, pero esta vez, la opresión viene de casa, y el beneficio es exclusivamente personal.
Seis millones de pesos al día. Piensen en ello. Es una suma que supera con creces el sueldo de un profesional que dedica ocho horas diarias de su vida a construir este país. La pregunta es hiriente y esencial: ¿Para esto están teniendo hijos? ¿Acaso el rol fundamental de un padre no es proveer y formar ciudadanos útiles, responsables y dignos? Ver a estos niños como meros instrumentos de lucro, como una “inversión” para generar ingresos fáciles, es la máxima traición al contrato social y al vínculo familiar. Es la pereza mental y moral elevada a oficio.
Pero la red de la miseria no se detiene en los niños. La mendicidad organizada ha abierto un abanico de “productos” para la lástima: mascotas enfermas y hambrientas, ancianos abandonados, personas con discapacidades o heridas que nunca se sanan, rifas fantasmas, supuestas víctimas de conflictos, e incluso excusas patéticas como la falta de gasolina o el pago de un transporte tras una supuesta condena. ¡Todo vale! La miseria no es una condición, sino una estrategia de negocio que se diversifica a medida que la sociedad se vuelve más permisiva.
El verdadero culpable somos nosotros, la sociedad que paga. Hemos alimentado esta cultura parasitaria año tras año, moneda a moneda, billete a billete. El individuo que trabaja y es productivo se siente secretamente culpable por su prosperidad y, en un acto de pseudo-solidaridad hipócrita, compra su indulgencia con una limosna. Esta dádiva no alivia la miseria; la institucionaliza. Se convierte en el combustible que garantiza que mañana el mendigo regrese, trayendo consigo una excusa más elaborada o un niño más pequeño. Estamos financiando la explotación.
La cruda realidad es que, en este momento, la vergüenza ha perdido su valor en Colombia. Es más lucrativo “vender la miseria” que ganarse la vida con sudor y esfuerzo. Si la mendicidad organizada genera ingresos que superan un salario profesional con una jornada laboral de ocho horas, ¿qué mensaje estamos enviando a las generaciones del presente futuras? La indignación debe traducirse en acción: ¡dejen de dar limosna y exijan al Estado que cumpla su deber de proteger a los más vulnerables! La caridad no puede seguir siendo el comodín de una red de explotación criminal.
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