Por esos gajes de mi oficio me desplacé a la comuna 8 de la ciudad de Medellín, sector Caicedo, concretamente a la Institución Educativa Gabriel García Márquez.  Ya en el sitio, la rectora me invitó a una sede alterna, exactamente a la “escuela San Vicente de Paul” advirtiéndome que serían más o menos diez minutos caminando. Fue algo espectacular, caminamos y caminamos, subimos por unas calles empinadas, luego por escalas y también por caminos húmedos, ya que la mañana era lluviosa.  De mi parte no dejaba de mirar a lado y lado, porque para mí era un barrio desconocido, fue así como en medio de asombrosos paisajes me encontré de repente con una puerta roída y desgastada de la que pendía un letrero que decía “venta de cremas y bolis a 200”.  Ver ese letrero me transportó a mi infancia, a mi juventud, a mi barrio, a mi gente, a la ciudad de la eterna primavera. Después de leer y releer el letrero sentí unas ganas enormes de escribir allí, “también bananos congelados”.

Seguí caminando y no dejaba de pensar en lo mucho que ha cambiado la cuidad en términos comerciales. No puedo ni quiero negar que pertenezco a esa generación que chupó cremas y bolis de agua cruda, como decía mi madre.  Por consiguiente, con una nostalgia enorme, tal vez por mis años, recordé cuando todo lo comprábamos en la tienda del barrio, mejor dicho, la tienda de la esquina. Me refiero a ese lugar de olores tradicionales, donde uno era atendido por don Francisco (Pacho), quien nos vendía con amabilidad y respeto. Otrora no existían esas tiendas despersonalizadas de hoy, donde nosotros mismos nos tenemos que servir y empacar. Admito, era mejor la tienda de mi barrio, allí uno era atendido como persona y, le daban la encimita, podía ser un confite de anís o una bola de chicle. Esa era la forma de captar clientes, sobre todo a los niños que éramos quienes hacíamos los mandados de la casa.

De todo se ofrecía y se vendía en mi barrio, unas cosas en lugares fijos y otras por venteros ambulantes, era usual que por las calles pasara un señor que arreglaba las ollas a presión y otro que vendía mercancía a crédito, nosotros lo conocíamos como el señor de los contados.  Cómo no traer a la memoria los domingos en la mañana cuando pasaba una señora con una ponchera grande en su cabeza vendiendo morcilla, la publicidad salía de su propia garganta cada vez que gritaba: “oiga pues la morcilla, sabrosa y caliente, a la orden”.  Entre tanto, había también sastrerías y modisterías, que para las épocas de diciembre y semana santa redoblaban esfuerzos por ponernos a todos bien pispos estrenando. El zapatero remendón era indispensable, ya que nuestros zapatos no eran desechables sino duraderos, es bueno aclarar que Jaime, el zapatero de mi barrio, no trabajaba los lunes, nunca supe porque, las panaderías no fueron lugares abiertos las veinticuatro horas como hoy, sino que eran casas modestas de donde se expelía un olor a pan fresco que impactaba a todos los vecinos.  Cómo no mencionar la farmacia, lugar poco grato por muchos donde íbamos a ser inyectados, en fin, indiscutiblemente han cambiado mucho las formas de comprar y vender. Nos volvimos fríos y calculadores.

Triste pero cierto, a no pocos ciudadanos parece que les avergonzara reconocer que les tocó vivir en una época en la cual las circunstancias y expectativas de vida eran otras, algunos hombres (yupis) y mujeres (psicodélicas) que hoy viven en edificios altos y se desplazan en carros fiaos, miran la ciudad con desprecio, olvidando de dónde vienen ellos y sus ancestros. Bien lo dijo Aristóteles “…gracias a la memoria se da en lo hombres lo que se llama experiencia”.  Obviamente, la ciudad ha cambiado y tiene otras formas o modos de vida y también otras prácticas comerciales, indiscutiblemente las compras por internet, las ventas por catálogos, los domicilios y otras prácticas mercantiles, cambiaron la mentalidad comercial de la ciudad, y, ni hablar de los centros comerciales y las grandes superficies o almacenes de cadena. Quiero dejar claro que en ningún momento estoy en desacuerdo con lo que algunos llaman “progreso” o “desarrollo”, pero, añoro ser atendido por personas, no por máquinas.

Para terminar, quiero decir que ese mismo día, bajando de la comuna donde me habían invitado, quedé atrapado en un taco de esos que desesperan al más calmado y tolerante.  Me relajé y empecé a mirar la cantidad de carros y motos que transitan la ciudad, fue ahí donde me pregunté ¿cuántos de esos carros y motos son pagados a cuotas? Otra forma de vender necesidades y de comprar ilusiones. Hace rato aprendí que uno debe comprar lo necesario y verdaderamente útil.

Coda: Cuando uno abre la alacena de la casa, en los cajones de abajo, encuentra una cantidad de cocas plásticas y recipientes que nunca necesita.

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Redacción Minuto30

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