El 5 de septiembre de 1967 los escritores Mario Vargas Llosa y Gabriel García Márquez hicieron una charla estelar en la Universidad Nacional de Ingeniería de Lima que pasaría a la historia por muchas razones literarias.

El peruano Vargas Llosa aún recibía los aplausos de sus lectores por su premio Rómulo Gallegos con la novela La Casa Verde, y Gabriel García Márquez, apenas conocido en Lima, venía de publicar en Argentina a mediados de ese año su novela mítica Cien años de Soledad que empezaba a estremecer el continente.

Los dos, sin embargo, ya se habían conocido meses atrás en Venezuela con motivo del Rómulo Gallegos, y desde entonces, con dos novelas publicadas por Vargas Llosa (La Ciudad y los Perros; La Casa Verde) y dos por García Márquez (La Hojarasca; El Coronel no tiene quien le escriba), ya empezaban a disfrutar en la Caracas de entonces de la celebridad que los embistió y los puso en el centro de esa agitación literaria y comercial que comenzaban a llamar boom latinoamericano.

De modo que su charla de Lima sería uno de los primeros espectáculos que dos de las nuevas luminarias del boom ofrecían al mundo, en la cual, a juzgar por el título que llevaba (La Novela en América Latina) se esperaba reivindicar un mundo que no solo tenía nuevos y deslumbrantes escritores, sino, además, una creciente multitud de hambrientos lectores. Por primera vez, el centro literario dejaba de ser Europa, y allí en Los Andes estaban ellos dos.

Se dijeron cosas inteligentes en extremo; se expresaron ideas lúcidas sobre la forma como García Márquez concibió Cien años de Soledad y cómo él se enfrentaba con su oficio y obsesiones. Por su parte, Mario Vargas Llosa, haciendo gala desde entonces de una agudeza intelectual como escritor y crítico literario, expresó ideas magistrales que años más tarde convertiría con férrea coherencia en su ensayo genial Historia de un Deicidio, que aparte del laboratorio literario que permite, es además un homenaje a su entonces amigo, Gabriel García Márquez.

Ese encuentro se publica ahora en un libro de Alfaguara que lleva por título Dos soledades. Lo que se dice allí ya los seguidores de estos dos escritores lo conocían, pues se ha destilado a través de libros de ensayos, desde el ya mencionado Historia de un Deicidio de Vargas Llosa; pasando por Viaje a la Semilla, de Lasso Saldívar; Las Claves de Melquiades, de Eligio García Márquez; Vivir para Contarla, de García Márquez, y cientos y cientos de entrevistas y estudios académicos sobre el creador de Macondo. Todo ya se había dicho.

Sin embargo, lo que destaco de este libro que acaba de salir es lo que allí no está dicho pero que se percibe desde las primeras líneas del dialogo Vargas Llosa-García Márquez aquella tarde de 1967: su amistad pura. Esa admiración mutua, solidaridad y lealtad visibles, pues se reconocen como luchadores de un oficio en el cual el escritor siempre está solo.

Por supuesto que en el transcurso de la disertación son visibles en el uno y en el otro algunos destellos de vanidad y hasta de competencia. Al fin y al cabo, son humanos. Pero lo que más ilumina el salón de aquella facultad de ingeniería peruana es el farol de una amistad que los alumbró hasta la abrupta noche del 12 de febrero de 1976 en un cine en Ciudad de México, cuando Vargas Llosa le dio un puñetazo a García Márquez, después de ver un documental sobre el accidente aéreo de un equipo de rugby en Los Andes. No importan ahora las razones que precipitaron tal fin.

Lo que más destaco de esta breve publicación de Alfaguara es la inmensa amistad entre García Márquez y Vargas Llosa que había de durar diez años exactos. Una amistad que los llevó a compartir cartas, manuscritos, a romper mutuamente sus bloqueos creativos y quién sabe cuántos consejos más sobre su gesta literaria, pues ese lazo que mantuvieron los dos es parecido a la camaradería solidaria de los escritores de antaño.

Hablo, por ejemplo, de un Stefan Zweig en permanente contacto epistolar con el autor del psicoanálisis, Sigmund Freud, o el poeta Rainer Maria Rilke, en cuyas cartas no solo se puede hacer arqueología literaria de estos tres genios de ficciones (incluyo en esto a Freud, por supuesto, creador de la gran narrativa del psicoanálisis), sino que se exalta el sentido profundo de la amistad y el arte para conservarla.

Para no hacer extensa la lista de ejemplares de las letras que exaltaron y honraron la amistad, vale la pena dos ejemplos: el de las escritoras Virginia Woolf y Katherine Mansfield que las engrandeció no solo como seres humanos, sino que fecundó el mundo de sus personajes y la técnica narrativa de sus novelas. El otro, por supuesto, es el caso de Ernest Hemingway y Scott Fitzgerald que escribían de día y solo querían ser amigos y devotos bebedores en las noches parisinas.

Hoy los escritores parecen que mantienen relación con sus congéneres en los simposios a los cuales asisten. Son relacionistas públicos. Da la sensación de que son amigos solo en tales charlas para beneficio de sus admiradores (y de su ego, por supuesto), cuando no son rivales silenciosos, taimados, que sonríen al otro por conveniencia.

Hoy los escritores parecen más solos e individualistas que nunca. Raras veces firman manifiestos públicos sobre causas que lideran cada vez más la farándula y los llamados influenciadores de redes sociales, en esta Sociedad del Espectáculo que nos ha tocado, como bien lo dijo Vargas Llosa.

Es penoso que una amistad, como ya no se ve ( y tal vez no se verá), entre Vargas Llosa y García Márquez, haya terminado de modo grotesco y pendenciero. Yo siempre lamentaré esta ruptura como una gran pérdida que hubiera engrandecido mucho más a dos colosos de nuestras letras.

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Redacción Minuto30

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