Cuando escuché por primera vez que alguien en la universidad hablaba de Ubuntu, no lo niego, sentí mucha curiosidad y me colé en una conferencia a la que no me habían invitado, bueno como dicen por ahí, tampoco me dijeron que no fuera y, cuando entré nadie me sacó, entonces me senté y disfruté de un discurso enriquecedor que no he podido olvidar. Pasó el tiempo y como el vocablo no es usual en nuestra lengua española, le había perdido el rastro a tan linda expresión, la cual tiene un enorme significado. Sólo la recordé hace pocos días, cuando alguien me habló cerca al oído y, en voz muy baja, me preguntó si podía hablarle un poquito sobre qué era Ubuntu y de dónde había salido eso tan raro.

Luego de agradecer a mi colega el haber confiado en mí su inquietud, en medio del olor que expelía una buena taza de café, le empecé a explicar que, Ubuntu más que una palabra era una filosofía de vida para el pueblo zulú, un grupo étnico que habita el sur del África, al igual que ciertas regiones de Mozambique, Zambia y Zimbabue.

Para estos pueblos, Ubuntu, se entiende como un regla ética basada en la lealtad de los unos hacia los otros, es decir, las personas están disponibles para los demás, no hay competencia porque allí nadie quiere ser más que nadie, cada quien se siente realizado, pero en medio de los demás, el conjunto para ellos lo es todo, por eso nadie debe estar por fuera del grupo, una persona se hace persona solo cuando crece en comunidad, en ninguno de ellos existe la idea de ser más que los demás, todos buscan ayudarse mutuamente. Ah, le dije a mi amigo que todos estos pueblos, practicantes del Ubuntu, fueron relegados durante el régimen del apartheid en Sudáfrica.

En el rostro de asombro de mi interlocutor leía la preocupación por nuestros comportamientos egoístas, fue ahí donde atiné a decirle que la cultura occidental nos vende otra filosofía, o mejor otra forma de vida. Nadie puede ocultarlo, en nuestra sociedad y concretamente en nuestra escuela, ni conocen ni practican el Ubuntu, al niño desde que inicia su edad escolar se le enseña a competir, imposible negar que desde la etapa preescolar al niño se le prepara y entrena para la competencia, una competencia que lleva implícita la guerra permanente con el otro, nada más infame que inducir a un niño a compararse con los demás, a no ser auténtico, a vivir pendiente de superar al otro.

Decirle a un niño que su trabajo debe ser mejor que el de su compañerito, que no se deje ganar, que él debe ser el mejor, que los demás niños son inferiores, entre otras “enseñanzas”, es no enseñarle a valorar ni ver al otro como un aliado sino como un eterno rival. Hace rato tengo muy claro que mientras la escuela siga enseñando a competir, rivalizar y disputar, nuestros futuros ciudadanos no aprenderán a valorar y ser aliados de sus semejantes.

Duele saber que nuestra cultura occidental no tiene nada de Ubuntu, al contrario, en estos pueblos supuestamente más avanzados, impera la cultura de la desconfianza, una cultura donde nadie cree en nadie, donde la solidaridad y la colectividad se desmoronan dando paso a la competencia salvaje. Soy de los que piensa que no todo tiempo pasado fue mejor, pero, como negar que en tiempos pretéritos los vecinos se entrelazaban en relaciones de mutua convivencia, respeto, solidaridad.

Vivir en un vecindario, era lo mejor, allí todo se comunicaba y se sabía con el ánimo de servir, los vecinos se conocían y reconocían unos a otros, obvio que había diferencias, imposible negarlo, pero el espíritu de la fraternidad existía, solo hay que recordar aquellos diciembres, desafortunadamente hoy, el término vecindad tal vez haga referencia, solamente, a una proximidad geográfica, esto porque esas nuevas formas de habitar la ciudad, unos encima de los otros apilados por pisos, cual bodega urbana, está llevando a una frialdad total en cuanto a las relaciones sociales. Amontonados, y sin distingo de estrato social, poco o nada nos importa quien vive al lado, arriba o abajo de mi apartamento, a propósito, buen nombre “apartamento”, es decir, aparte de. Sin lugar a dudas el miedo y la desconfianza impide que nos acerquemos a nuestros semejantes.

En su libro “Modernidad Líquida”, Zygmunt Bauman dice: “El aspecto más notable del acto de desaparición de las antiguas seguridades es la nueva fragilidad de los vínculos humanos”. Nada más cierto, otrora todos nos cuidábamos entre sí, hoy somos indiferentes ante cualquier hecho, todo porque las nuevas formas de habitar la ciudad no nos permiten conocer ni estar con el otro, a lo anterior hay que agregarle la idea, nadie quiere estar ni compartir con nadie. Que falta haces Ubuntu.

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Redacción Minuto30

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