Encerrado en mí alcoba observaba la ciudad por mi ventana, y, por un momento imaginé a Anna Frank escondida por dos años largos en un ático esperando a que en algún momento llegara la Gestapo (Policía Secreta de la Alemania Nazi) para llevarla a un campo de concentración, o mejor, a un campo de muerte.

No lo niego, por un instante me sentí aturdido y confinado en medio de ese pánico colectivo y miedo exacerbado en que nos quieren acorralar por culpa de un virus. Respiré fuerte como buscando explicaciones a muchas cosas, me senté en la cama, tomé en mis manos un libro del poeta antioqueño Jorge Robledo Ortiz, lo abrí al azar y salió ante mis ojos, nada más y nada menos que, aquel hermoso poema, “…siquiera se murieron los abuelos”.

“Hubo una Antioquia grande y altanera, un pueblo de hombres libres… Siquiera se murieron los abuelos, frente a la dulce paz de los trapiches”. Aunque la verdad es una poesía bastante conservadora, me llama la atención la remembranza, ese eco de la Antioquia que otrora fue y hoy ya no es.

Quisiera parodiar al poeta, pero, no soy poeta, por eso solo atino a decir, siquiera se murieron los abuelos sin ver el despelote en que nos tienen sumidos las grandes potencias, los bancos y las multinacionales pretendiendo sustentar “un nuevo orden mundial”.

¿Qué viene después de tanta desesperanza?, lo mismo de siempre; unos pocos ganadores y, muchos perdedores. Pero, no me voy a quedar mirando y analizando el tema desde mi ventana con una sola arista, sino que lo analizaré desde mi modo de ver la realidad.

Recuerdo que mi padre nos decía, a mi hermano y a mí, que éramos unos flojos, sí, tenía razón mi padre, flojos y muy flacuchentos, sobre todo yo que parecía un espagueti, pero, eso sí, muy aliviados e inermes a los virus, no nos infectamos fácilmente. Ah, hoy más que nunca contaré con orgullo al mundo que me crie en la comuna nororiental de la ciudad de Medellín, en un barrio pobre donde no toda la higiene estaba garantizada.

Recuerdo que de niño antes de llegar a la escuela debíamos pasar por varios basureros al aire libre, pequeñas montañas de basura donde la gente echaba sus desechos y desperdicios. Admito que por ociosidad iba con Alfredito, mi amiguito, al basurero y nunca nos enfermamos por eso. De ahí pasábamos a las mangas, las quebradas, las cañadas y caminábamos por calles sin pavimentar. No nos infectamos, nada nos pasó.

Creo que escuela que se respete tiene en las afueras un vendedor de mangos con sal. Pues mi escuela no fue la excepción, recuerdo que un señor de sombrero café cargaba sus mangos en una canasta y los lavaba, antes de abrirlos para echarles la sal, en la misma agua en que había lavado los de la jornada de la mañana.

Como no recordar al señor de las solteritas, era tan amable y cordial que sabía que a los más pobres no nos alcanzaba el dinero para comprarla entera, entonces nos vendía medía soltera, ah, eso sí con las mismas manos que servía, nos recibía las monedas, igual hacía la señora de las cremas y los bolis. No pocas veces entre amigos comprábamos una gaseosa y la compartíamos en la misma botella quienes habíamos puesto dinero, señalando bien hasta donde podía tomar cada uno. No nos infectamos, nada nos pasó.

En otras palabras, comíamos de todo y nada nos pasaba, por ejemplo, en mi casa comíamos morcilla, mondongo, chunchurria, asadura, empella, sancocho con hueso, recalentado al desayuno los fines de semana y…, muchas cosas más, con decir que los chorizos solo los vendían en las tiendas donde permanecían colgados por varios días y los moscos hacían su festín.

Recuerdo que mi padre en la terraza del tercer piso, hizo una cochera donde engordaba cerdos para vender, pero no solo mi padre, sino también la vecina de enseguida, el señor del frente, sin exagerar en la misma cuadra podía haber de cinco a diez cocheras caseras y, al lado de ellas un gallinero. Algo que hoy puede parecer horrible, es que antes los carniceros envolvían la carne en papel periódico, en las revuelterías y las carnicerías no había bolsas. No nos infectamos, nada nos pasó.

Para terminar, quiero decir que nada más funcional que el jabón de tierra y el jabón Rey, el primero para el aseo personal y el segundo para limpiar todo en la casa. Están locos quienes creen que las toallas higiénicas, el papel higiénico, los pañitos húmedos, los copitos, los champús y los jabones perfumados han existido siempre, no, lo digo con orgullo, pertenezco a una época donde la escasez fue la abundancia y donde fuimos felices sin tantos adornos. Siquiera se murieron los abuelos, sin ver tanto virus raro. No nos infectamos, nada nos pasó.

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Redacción Minuto30

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