Roma es un espejo frente al cual se puede perder la cordura.

Estar allí y recorrer sus calles adoquinadas, revestidas de esculturas y edificios milenarios, es deambular por un museo al aire libre que resulta ser la vida misma. Una escena de su Historia antigua y moderna congelada por la que paseamos como si viniésemos del futuro.

Esa es la razón por la que podríamos perder el juicio en Roma, cuyo nombre es amor al revés: inmiscuirse en ella, cruzar una plaza o doblar una esquina a prisa es un acto de sortilegio en que ya no somos nosotros los que estamos, sino otros, reflejados en ese gran espejo que es su ámbito entero, donde otros mucho antes que nosotros, más emblemáticos y memorables que nosotros, han estado y dejado su imborrable rastro.

Así lo hicieron Leonardo Davinci, Rafael o Miguel Angel. Ellos perpetuaron su plástica genial en las estancias y cielorrasos santos del Vaticano y allí, en sus obras los vemos campantes, aún vivos en el lúcido espejo de la historia romana en el que, ya sea un día soleado o turbio, también podemos reflejarnos junto a ellos.

Este mismo hechizo se repite en cualquier rincón en Trastevere, el barrio obrero donde aún se refleja la bohemia loca que empezó después de la Segunda guerra y en cuyas fiestas paganas germinaron los primeros paparazzi de la mano de Tazio Secchiaroli; en el Testaccio, antiguo barrio obrero convertido en zona de bares y trattorias, entrampado entre el Aventino y el río Tiber, con su muralla aureliana y sus hostales de bajo costo regentados por mujeres polacas o rumanas de impasibles cigarrillos en la boca.

O en la agitada Fontana di Trevi, en donde Marcello Matroianni y Anita Ekberg hicieron el invento descomunal de una nueva forma del amor dentro de una fuente de agua pública, en aquel lejano verano de una ciudad donde no había nada más por descubrir, tan solo a ella, solitaria y húmeda, llamándolo a él: “¡Marcello, come here, andiamo!”.

Yo oí aquella voz en medio de la barahúnda de turistas una tarde deslumbrante de julio y aunque la fuente era la misma, carecía de la majestad del espejo en blanco y negro que sobre aquel lugar había antepuesto el indomable Fellini con su Dolce Vita.

Otras voces del ayer romano parecen ser recogidas por la magia concéntrica de la Piazza del Popolo, que si se camina sin afanes siguiendo cualquiera de sus tres calles (la del Corso, Ripetta o Babuino) que convergen en ella, también es posible oír las voces del pasado. Sean estas de la multitudinaria feligresía del jubileo papal de 1525 o de las histriónicas alocuciones del duce Benito Mussolini, cuando Roma se desquició con la imagen equivoca de un Nerón cuasi moderno en el espejo de su historia reciente.

Pero no solo son voces las que se proyectan en sus monumentos. En ellos, como en la columna de Marco Aurelio se refleja una plaga letal que en el año 166 llegó de Oriente agazapada entre la soldadesca que había triunfado afuera pero fue diezmada con el resto de la población dentro de sus murallas. Roma prevaleció entonces y después ante otros brotes de viruela, sarampión y la medieval peste negra. Y es por eso que ninguna pandemia podría vencerla ni ahora ni nunca.

Y es también por eso que Roma puede enloquecer. Porque vemos aún a aquellos que ya han estado en cada una de sus calles o avenidas. O descubrimos su presencia en el sabor del vino de la casa de cualquier restaurante, como me ocurrió con un bianco modesto que sabía a la bella Adriana, La Romana de Alberto Moravia, esa humilde modelo de artistas que se aparece en el vaso de los turistas y en las fiestas callejeras.

Y todo porque en Roma, en cualquier cafetería cerca de la vía de la Conciliazione o por entre las tiendecitas de regalos de Borgo Pío, podemos sentir la salud matinal de los pontífices prisioneros de su ciudad dentro de la ciudad, ya sea en las estampitas con sus rostros retocados y redivivos o en la prima colazione, esos desayunos fáciles de panes y café expreso que se sirven al comienzo del día porque lo más importante, los opíparos almuerzos y cenas, cruzadas de antipasto y una interminable zaga gastronómica, son el ritual central de una sociedad hedonista y noctámbula.

Aunque hoy Roma esté clausurada y sea un descomunal espejo desolado por una pandemia que no será la única ni definitiva, aún la presencia de la especie humana recorre sus calles. Por eso Roma puede quitarnos el juicio (y ojalá así sea). Que nos lo arrebate a cualquier hora, en cualquier pasaje o callejón de esta ciudad intestinal, donde otros como nosotros han estado pero que seguirán allí, cuando hayamos partido y seamos apenas una imagen sutil en este espejo eterno.

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Redacción Minuto30

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